Fin de un malvivir, por Gerardo Lombardero. 9/05/2012

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               FIN DE UN MALVIVIR                     

 

 
Ha fallecido sin haber llegado a la longevidad el segundo hijo del gran escritor español Torrente Ballester. Se llamaba Gonzalo como su padre y lógicamente se apellidaba Torrente, aunque su segundo apellido, el materno, era Malvido, aunque bien podría haber sido malvivo. Lo digo porque su vida fue en su mayoría un cúmulo de desaciertos y desgarros, mezclados en ocasiones con destellos de aciertos literarios que nunca llegó a consolidar del todo aparentemente. En 1960 consiguió colocar una de sus novelas Hombres varados como finalista del prestigioso Premio Nadal y tres años después ganó el Café Gijón con la obra La raya. No tanto la segunda como la primera, suponía de algún modo toda una premonición de lo que vendría más tarde.
 
Su vida fue en su mayoría
un cúmulo de desaciertos y desgarros
 
Se da por hecho y debe ser cierto, que su padre escribió en la edición de la gran trilogía Los gozos y las sombras una dedicatoria dedicada a su díscolo hijo que rezaba: «A quien más dolor me causa». Luego este dolor y su mala conducta vienen de bastante lejos. Más recientemente frecuentó la amistad del cantaor Camarón y en su compañía y sin ella fue constante protagonista de sonadas borracheras, que terminaron por arruinar su salud física y mental. No era infrecuente verle dormir al raso —suponemos que en época estival— en algunos de los bancos del Prado madrileño. No obstante entre lucidez y lucidez que perdía con frecuencia por el alcohol, fue capaz de publicar al menos una docena de libros, muchos de ellos de relatos. La constante más característica de su desgarrada existencia fue su sentido bohemio de la vida y su constante deseo de autodestrucción, casi como si idolatrase o quisiese imitar a su santo patrón, que no podría ser otro que el genial Charles Bukowski. Donde más a gusto se sentía cuando contaba con algún dinero era paradójicamente en el madrileño y canalla Bukowski Club de Malasaña, como no podía ser menos.
 
Se sentía a gusto en el canalla
Bukowski Club de Malasaña
 
Hay una vertiente entre todos los creadores que se aproxima mucho a un afán por la propia destrucción cual si de una maldición demoníaca se tratase. Una pugna interior tan grande, que les impele a llevar a cabo actos que si no son justificables, sí en cambio pueden ser comprensibles. Da lo mismo que se trate de escritores, pintores o compositores. La lucha interna existe siempre y en ocasiones no llega a aflorar, pero en la mayoría de los casos se presenta inopinadamente como si fuese un mal cíclico. Estos, llamémoslos ataques psíquicos, suelen darse en los períodos intermedios entre un acto creativo y el siguiente, aunque en no pocas ocasiones, se entremezclan en la vida diaria se esté trabajando o no. Es frecuente que la propia exaltación tras la consecución de un logro personal lleve a la pérdida del autocontrol, como también la frustración de no alcanzar la meta deseada de inmediato, conduzca irremediablemente al olvido mediante la tormenta provocada con total determinación.
 
Desde el Nobel norteamericano Ernest Hemingway, que era capaz de pasarse jornadas y hasta días encadenados bebiendo sin cesar, para una vez pasada la locura transitoria, ponerse a escribir dando vida quizá a una de sus mejores novelas o artículos. Cierto es que, cuanto más tiempo pasaba y más víctima de sus arrebatos iba siendo, más se deterioraba su estilo y su agudeza para escribir. Y no solamente se deterioraba su capacidad mental, también se deterioraba gravemente su salud física, hasta el punto de tener que escribir de pie en un atril, para soportar las terribles molestias que sus padecimientos hemorroidales le causaban. Así hasta llegar finalmente al tratamiento mental y por último al suicidio.
 
Hasta el genial impresionista Toulouse Lautrec, que olvidaba la malformación de sus piernas en prostíbulos, donde la absenta corría de copa en copa como si de un manantial brotase. Cuentan de él que era íntimo amigo del jefe o prefecto de la policía parisina, quien tenía advertido a sus hombres que en caso de encontrarse al pintor en cualquiera de las calles, tendido en el suelo y casi inconsciente, deberían conducirlo a su casa sin ningún tipo de reprimenda o sanción. Hecho que derivó en que el insigne enano, optase la mayoría de las veces por pasar varios días en las casas de lenocinio sin salir de ellas. Lo que como era de esperar, lo condujo finalmente a la muerte por la sífilis contraída en no se sabe qué momento.
 
No fueron todos iguales en su conducta aunque de algún modo sí similares. El gran pintor renacentista Miguel Ángel, quien gustaba de las bulliciosas tabernas romanas, donde corrían el vino y el sexo más promiscuo a la par, era capaz de beber y entre tanto dibujar sobre cualquier soporte con el que contase, tomando ávida nota de rostros y cuerpos que llamaban su atención, para luego convertirlos en personajes que trasladaba a sus esculturas o frescos, trasmutando así su canallesca apariencia en belleza artística. En resumen, tanto unos como otros, casi siempre fueron víctimas propiciatorias del arte que llevaban dentro y de la tortura que éste les produjo.

Gerardo Lombardero es escritor.

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