Las miradas que Occidente ha lanzado a África se caracterizan por la prepotencia, como pusieron de relieve el operador Luca Comerio y las películas de safaris; por el paternalismo, como queda claro en buena parte de la obra de Jean Rouch y otros miembros del cinéma vérité; por una profunda pereza, como la que se nota en General Idi Amin Dada (1976, Barbet Schroeder); y por el cinismo, como deja entrever Diamante de sangre (2006, Edward Zwick). Con nuestras cámaras casi siempre nos hemos comportado como colonialistas, perdonavidas, testigos pasivos o mercenarios. Ni siquiera cuando hemos querido mostrar compromiso hemos sabido de qué manera hacerlo. Ya en el primer largometraje de ficción de Ousmane Sembene, La noire de… (1965), se mostraba nuestra incomprensión y nuestra incapacidad para hacer algo de provecho por la gente del Tercer Mundo. En aquella película, una familia francesa aboca a su sirvienta senegalesa al suicidio después de haberla llevado a Europa y de haber asistido a sus dificultades para aclimatarse sin hacer nada en absoluto. Sólo cuando el cabeza de familia regresa a Dakar con las pertenencias de la joven para entregárselas a su madre, intenta ofrecer dinero a esta última pero ella lo rechaza.
No es una casualidad que, en general, casi todas las películas realizadas por cineastas occidentales sobre África estén ambientadas en el pasado. Quizás lo que nos intentan recordar es que nuestra ayuda siempre llega tarde o trae desastrosas consecuencias, como puede verse en Black Hawk derribado (2001, Ridley Scott), sobre la intervención del ejército estadounidense en Somalia en los años noventa, que concluyó con una auténtica masacre en las calles de Mogadisco. También hay películas que ponen el dedo en la llaga cuando acusan a las potencias occidentales de haberse cruzado de brazos durante ciertos genocidios, hambrunas, epidemias y éxodos masivos. Hotel Rwanda (2004, Terry George), en ese sentido, deja muy claro que quienes de verdad hacen algo por África son cooperantes que trabajan por cuenta propia y que no representan a ningún país en concreto. Una cosa así es la que pone de manifiesto El jardinero fiel (2005, Fernando Meirelles), sobre un diplomático inglés que pierde a su mujer, una activista cuya labor él no había tomado lo suficientemente en serio y que podría poner al descubierto la connivencia europea ante los desmanes de la industria farmacéutica en el continente africano. Algo similar insinúa Diamante de sangre, donde no se nos recuerda la guerra civil que azotó Sierra Leona entre 1991 y 2002 para exigirnos responsabilidades al respecto sino para recordarnos que detrás de muchos conflictos bélicos en África hay empresas occidentales que sacan pingues beneficios gracias a la venta de armas o a la compra de materias primas a precio de saldo. África, tal como aparece descrita en la película, es un idóneo destino para mercenarios y para quienes buscan una fotografía o un artículo a la altura del Premio Pulitzer.
Aunque no parezca tener demasiada importancia, yo soy de los que ve el desaliño visual de Diamante de sangre como parte de su importancia dialéctica. La película no cae en el esteticismo kitsch de Hotel Rwanda o La lista de Schindler (1993, Steven Spielberg), que nos ayuda a lidiar con el horror gracias a la belleza o la solvencia con que se muestra. Por mucho que la historia resulte hasta cierto punto convencional, al menos no apela a estrategias visuales sanitarias. Eso ayuda a que nos tomemos algo más en serio su posible verdad con respecto a la guerra de intereses que provoca un diamante, que es una metáfora a pequeña escala de nuestra responsabilidad directa o indirecta en los conflictos armados que sacuden África. Una pieza de joyería en nuestro vestuario puede remitirnos a un golpe de Estado, el problema es que rara vez nos damos cuenta de ello, de igual manera que rara vez nos damos cuenta de lo que algunas películas comerciales llevan en su interior, sólo porque damos por hecho que el cine mainstream jamás sobrepasa su función escapista.
Ryszard Kapuściński, fallecido hace unas semanas, explicaba en su libro Ébano que mientras los occidentales avanzamos gracias a nuestra capacidad para hacer crítica y sobre todo autocrítica, los africanos son diferentes, para ellos cualquier crítica es siempre un signo de discriminación y de racismo, porque arrastran en su interior un montón de complejos, odios, envidias y rencores. En Un día más con vida, el escritor polaco nos recordaba que, poco después de la independencia de Angola, en Luanda ya no quedaba ningún occidental salvo él, porque las facciones que pugnaban por el poder estaban a punto de entrar en la ciudad. Para matar el rato, entró en una librería que estaba vacía y en su interior, al ver silenciosas y cubiertas por el polvo las obras maestras de Balzac, Cervantes o Bocaccio, pensó en la modestia y en la humildad que todo Occidente sentiría si en aquel momento estuviese allí, contemplando de qué servían sus muchos siglos de esplendor cultural y su profundo sentido de la autocrítica.