Como es obvio y ya sabido, la literatura es una cosa distinta para cada uno. Escrito en corto y por resumir, unos ven en ella ese estado laico del entretenimiento, otros buscan —y algunos encuentran— remedios a sus paranoias y hay también quienes, muy religiosos, la degustan para su consuelo o bien la consumen como lobos feroces para su liberación siempre pendiente. Y es que hay genta pa tó, ya fuera el Gallo o el Guerrita el autor de la chicuelina. Sea como fuere, y a vueltas con el centenario del nacimiento de ese outsider que fue Juan Carlos Onetti, creo apropiado rescatar aquí una contestación que ofreció a la alemana Michi Strausfeld en una entrevista para la revista El paseante: la literatura «ha sido siempre para mí una fuente de felicidad».
Una respuesta paradójica si nos atenemos a los temas, argumentos y personajes de sus obras, los cuales constituyen una narrativa, grosso modo, oscura y deprimente. Narrativa cuyo universo hunde sus raíces ya en los albores de su quehacer, cuando Onetti formuló como sentimiento fundamental de la existencia rioplatense —tanto en Uruguay como en Argentina—, un vacío y una nada que se propagaba en diversos sentidos: desde el geográfico al histórico pasando por el político sin olvidarnos, sobre todo, del existencial, algo que marcará hondamente su deriva creadora.
Sería prolijo extendernos sobre este asunto desde una perspectiva general, pero siquiera piénsese por unos instantes en que estos dos países acumulan, incluso en comparación con otros países de su entorno, una historia temporal muy breve.
Por otra parte, observemos también que, no en vano, el crítico argentino Luis Harrs delineó así al maestro: «Vive incomunicado, en soledad y desamparo. Fue justamente su aislamiento físico y moral, según ha afirmado, lo que hizo de él un escritor, a pesar de sí mismo, por razones desconocidas, a partir de un hábito que se convirtió en “su vicio, su pasión y su desgracia”. Lleva su cruz inclinando los hombros, como si purgara una culpa innominada e imperdonable.»
No muy lejanos a este esquema andan algunos de sus personajes como Eladio Linacero o Juan Larsen y también Brausen quien, desde una nada angustiosa, inventa la ciudad de Santa María, un lugar destinado a la salvación contra la monotonía nihilista. Sin embargo, su personaje y, a través de él su creador, sabe muy bien que la salvación no es posible, tanto como que sólo el amor de una mujer podría redimirle.
A este respecto, es muy interesante descubrir a través de El astillero, Juntacadáveres o Cuando entonces la dimensión específica que para Onetti adquieren las mujeres y el mundo femenino: muchachas jóvenes, maduras o prostitutas, todas ellas salpicadas de una ternura y pureza que, según el propio autor, «la sociedad más correcta despreciaba». Y junto a ellas, un paisaje poblado por hombres que acaban por resguardarse tras ellas o con ellas, pero al fin, donde sólo encontraban una suerte de desesperación que terminaba por convertirlas en “mujeres impuras”.
Con todo, esta posibilidad de salvación, esta posibilidad de vivir sin estar condenado a una manera de ser, acaba por difuminarse cuando el propio Onetti, en un juego mortal y genial de ficción dentro de la ficción, hace que Medina sepa que Brausen, fundador de Santa María, no ha existido nunca y que sólo es una criatura del escritor Onetti. El resultado es que Medina prenderá fuego a la ciudad, esperando que el viento haga el resto y propague las llamas. Una situación que tal vez suponga una manera de redimir a los personajes, de purificar el mundo y de indultarse a sí mismo como autor o quizá sólo un paso más en el desespero de Sísifo. Quién sabe. Lo que importa es que en el caso de Onetti y fuera de ese universo roto que creó, nos encontramos con la lúcida sorpresa de un autor para quien la literatura era una fuente de satisfacción y gozo, un lugar feliz en donde a buen seguro le visitaban Cervantes, Dostoievski, Proust, Faulkner o Celine, entre tantos otros.
Y quizá esa sorpresa feliz también tenga algo que ver con la magia de la literatura, con ese poder absurdo y nada lógico que el propio Onetti le atribuyó a la literatura cuando leyó una carta que le había enviado una señora en Buenos Aires. Ésta le contaba que, debido a tribulaciones sentimentales y familiares, estaba desesperada y a punto del suicidio. Pero una amiga le dejó El astillero, lo leyó y eso la curó. Absurdo e ilógico, sí, pero feliz al cabo. Tan feliz como cuando uno, sólo por poner otro entre cien ejemplos más, lee El infierno tan temido y se dice: ¡Qué bueno, qué bueno! Y es que desde ese vacío y esa nada tan onettianos, desde esa paz definitiva de la nada, llega un momento en que todo puede estar lleno de felicidad. Singularmente la literatura. Esto es lo que supongo que Juan Carlos Onetti quiso decir con su contestación. Claro: ¡Es la literatura, idiota!