El arte de la difícil facilidad, por Juan José Lage, 24/06/2009.

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EL ARTE DE LA DIFICIL FACILIDAD (o cómo escribir un buen libro infantil).

 
“No existe nadie en el mundo capaz de enseñarte a escribir un buen libro para niños”
Astrid Lindgren
 
Recuerdo cuando en una ocasión, en una entrevista en la radio, me preguntaron, así de sopetón, cómo debía ser un buen libro infantil.
La respuesta más inmediata que se me vino a la mente fue recurrir a una anécdota de A. Lindgren cuando le preguntaron lo mismo: “debe ser bueno”, contestó.
Bromas aparte, la pregunta se las trae, porque los que a veces son catalogados como buenos libros por un comité de expertos, no gozan del favor de los lectores jóvenes y al revés, libros considerados como deleznables obtienen reiteradamente el beneplácito de los lectores, sin que lleguemos del todo bien a comprender los motivos de estas adhesiones o rechazos.
Si tuviéramos las claves para escribir un buen libro infantil, seguramente que hace tiempo las hubiéramos utilizado.
No obstante, intentaremos deducir a través de las opiniones de los escritores –los más interesados en crear buenos libros– cómo debe escribirse un buen libro, cuáles son los mecanismos que funcionaron durante siglos para llegar a considerar a determinados libros infantiles o juveniles como obras de arte.
Lo primero que cabe decir es que la tarea de escribir para niños no es fácil, pues deben coaligarse muchos factores, no tanto literarios como extra literarios. B. Croce, ya en 1943, a pesar de que no creía n la LIJ y pensaba que “el espléndido sol de arte no puede ser soportado por los aún débiles ojos del niño”, era de la opinión de que para los niños eran adecuados libros que tienen algo de literario o artístico, pero también y principalmente, de elementos extra estéticos, curiosidad, aventuras etc.
R. Dahl, el más grande de los genios en el arte de escribir para jóvenes, era consciente de esa dificultad cuando afirmaba: “Todo el mundo puede escribir un mal libro infantil, pero no es fácil escribir uno bueno”.
Efectivamente. Escribir para niños, hacerlo bien y tener éxito se configura como una tarea de titanes, al alcance de muy pocos, solo aquellos tocados por un don especial, por el “arte de la difícil facilidad”, definición certera acuñada por el gran poeta Carlos Murciano. Don en el que por cierto, incide Miguel Delibes cuando afirma: “escribir para niños es un don, como la poesía, que no está al alcance de cualquiera. Es un ejercicio de afinamiento de nuestras facultades y en consecuencia, de condensación, de síntesis, de linealidad y tal vez de brevedad”.
Linealidad a la que se refiere con estas palabras: “al niño, inmerso ya en la peripecia, debemos facilitarle el acceso hacia el desenlace, puesto que le encocora cualquier interrupción, cualquier ornamento que frene o desvíe su interés”.
La primera condición para lograrlo es escribir para dentro del niño que somos, no olvidar la infancia que fuimos, de dónde venimos. “¿De dónde vienen las ideas?, se preguntaba A. Lindgren. “En muchos casos no se trata de verdaderas ideas, sino únicamente de transformaciones de acontecimientos de la infancia”, contesta.
También el inolvidable M. Ende redunda en la misma idea cuando dice: “nunca pienso en los niños cuando estoy trabajando, nunca me detengo a considerar como debería escribir mis pensamientos para que los niños me entiendan, nunca elijo o rechazo mis temas especulando sobre sí son adecuados o inadecuados para los niños. Todo lo que puedo decir es que escribo los libros que me hubiera gustado leer cuando era niño. No escribo en recuerdo o proyección de mi propia infancia. El niño que yo solía ser, hoy, todavía vive y entre él y el adulto actual que soy no existe abismo alguno. En mi defensa, aporto las palabras de un gran poeta francés: cuando dejamos de ser niños, estamos muertos. Yo creo que el niño vive todavía en todos aquellos que no han caído aún totalmente en el prosaísmo y la falta de creatividad”.
Otra condición muy citada es lo que se denomina como libertad para escribir, el no condicionarse por el destinatario. Rafael Sánchez Ferlosio, al referirse a “Pinocho”, dice: “qué hermoso libro habría sido si el autor se hubiese atrevido a escribirlo no para los niños, sino exclusivamente para sí, lo que equivale a decir para quién quiera”(Carlo Collodi, el autor de “Pinocho”, escribe el libro por capítulos para pagar una deuda de juego y cuando los envía al editor del semanario donde se publica le dice: “te mando esta chiquillada; haz con ella lo que quieras”.
La citada A. Lindgren daba el siguiente consejo: “sin libertad, la flor de la poesía no tarda en marchitarse”. Y curiosamente, también J. K. Rowling, la autora de Harry Potter, hablaba de lo mismo ante el éxito de su serie: “escribí lo que quise, sin pensar en los niños ni en las ventas”.
Tanto la propia autora sueca en su autobiografía Mi mundo perdido como otros autores inciden en otra clave para tener éxito entre los niños: el humor.
J. D. Salinger pone en boca del protagonista joven de El guardián entre el centeno la siguiente frase: “lo que me gusta de un libro es que te haga reír un poco de vez en cuando”.
O sea: a los lectores jóvenes les gusta reírse, pasarlo bien. Tras muchos de los grandes éxitos de la Literatura Infantil y Juvenil se esconde un libro lleno de humor disparatado, desde Alicia a Pippa Mediaslargas, pasando por Tom Sawyer o Matilda.
R. Dahl, el gran mago del humor negro, investido de autoridad, decía al respecto lo siguiente: “es de vital importancia tener sentido del humor cuando se escribe para niños, porque los niños no son tan serios como las personas mayores”. Y añadía: “la mejor manera de conseguir la atención de los niños es hacer un promedio de dos chistes por página”.
Bernardo Atxaga, autor popular entre los lectores adultos con algunas obras dedicadas a los lectores más jóvenes, confiesa que, tras escribir varios libros dedicados a la población juvenil, “asocia Literatura Infantil con Literatura de Humor”, dicho que demuestra en algunos de sus títulos.
Y Antoniorrobles en su Nota para padres y maestros incluida en su libro Rompetacones y Azulita viene a decir lo mismo: “esa es la colaboración a la que se obliga la Literatura Infantil: despertar el humor y la bondad que pueda llevar cada uno”.
Un humor que para los más pequeños, roza lo escatológico, tal y como creía Unamuno en Recuerdos de niñez y mocedad: “el pedo –hay que nombrarlo por su nombre sin más rodeos– es uno de los principales factores cómicos en la niñez”.
El citado R. Dahl, en su paradigmático Matilda, añade otro componente: el misterio, del que dice que mantiene la atención y el interés del lector.
Misterio y suspense que contienen a raudales, por ejemplo, los llamados cuentos de hadas o clásicos, de ahí el interés de siempre de los niños por estas historias y de ahí que se les haya considerado como la única obra de arte que el niño es capaz de comprender.
También de este tipo de cuentos podemos deducir otra clave de cómo debe ser una buena historia para niños. El psicoanalista Bruno Bettelheim decía que el éxito de estos relatos radicaba en que daban respuesta a problemas existenciales, a los conflictos humanos básicos de manera muy sencilla. Y es que desde muy pequeños, los niños están angustiados por problemas vitales para los que no encuentran respuestas adecuadas y por eso el premio Nobel Isaac Bashevis Singer creía que los libros infantiles deben responder, de modo sencillo, a estos interrogantes, al igual que lo hace la Biblia (“de niño –decía– hacía las mismas preguntas que más tarde encontré en Platón, Spinoza, Kant…”).
Es decir: un buen libro infantil es aquel que pone un poco de orden en el caos interno con el que convive el niño, que le permite permanecer sereno y tranquilo.
La sencillez antes aludida de los cuentos de hadas parece otra condición imprescindible en un relato para niños. “La sencillez nunca es una vergüenza” –dice A. Lindgren -.”Y es que lo sencillo no tiene por qué ser trivial ni pobre”, apostilla.
O sea: sencillez en el sentido de naturalidad, de espontaneidad, que no de pedantería. “Los poetas suelen hablarnos de la vida, la muerte y el amor con tanta sencillez que hasta un niño puede entenderlo”, dice A. Lindgren para terminar con una cita de Schopenhauer: “hay que emplear palabras corrientes y decir cosas extraordinarias”.
Sencillez, repito, que no significa no emplear palabras desconocidas para el lector, que no quiere decir descender en el lenguaje, que no está reñida con la libertad a la que antes se aludía, sino tener la sensibilidad suficiente para que el lector entienda lo que queremos contarle y al mismo tiempo hacerle crecer.
Es la sensibilidad a la que se refería el francés M. Tournier cuando le preguntaban si, tras la adaptación de una de sus novelas para uso de adolescentes, se iba a dedicar a escribir para niños: “No. No escribo para los niños. Nunca. Me avergonzaría de hacerlo. Es subliteratura. Pero tengo un ideal literario, unos maestros y esos maestros se llaman Perrault, La Fontaine, Kipling, Selma Lagerloff, Jack London, Saint-Exupéry… Son autores que no escriben nunca para niños. Solo que escriben tan bien que los niños pueden leerlos”.
El inolvidable maestro Paul Hazard, compatriota de Tournier, en su clásico e imprescindible libro Los libros, los niños y los hombres, se permite aconsejar a los futuros autores de Literatura Infantil o Juvenil con estas palabras:
“ya los títulos poseen una extraordinaria importancia, pues los hay que los alejan de buenas a primeras, sean porque les parecen ya usados en demasía o porque se diría que ocultan trampa (titulad vuestra historia “Cómo ayudaba a mamá la pequeña Violeta”, “Cómo se fabrica un piano” o “Margarita en la escuela” y podéis estar seguros de que no lo abrirán). Poned cuidado en la manera de empezar; se requiere originalidad, trazo seguro, agudeza. En el desarrollo de la narración usad abundantemente el diálogo; dadles cuanta acción podáis. El desenlace, que ha de calmar su curiosidad, debe, empero, dejarles deseando algo más todavía, al fin de no cerrar del todo su horizonte: después de la narración que habéis imaginado, empezará la que imaginen ellos”.
“Evitad los pasajes pesados, las largas descripciones; no olvidéis que, apenas terminada una peripecia, vuestros lectores dirán : ¿y qué ocurrió luego?. Sed, pues, breves y ágiles”.
“Conviene que vuestros personajes sean, al fin, felices. Si les contáis aventuras (el 60% por lo menos de los libros que producen dinero son narraciones de aventuras), recordad que han de ser apasionantes y que no ha de faltarles cierta verosimilitud en el conjunto y exactitud en el detalle”.
O sea. El autor compone una especie de Arte Poética para manual de los escritores primerizos. Abundantes diálogos, mucha acción, brevedad y agilidad, personajes felices. Parece muy exigente.
Y cuando le preguntan entonces, qué tipo de libros le gustan a él, responde sin titubear: Me agradan los libros que se mantienen fieles a la esencia del arte, o sea, que brindan a los niños una belleza sencilla, susceptible de ser percibida inmediatamente y que produce en sus almas una vibración que les durará de por vida. Y los que despiertan en los niños no la sensiblería, sino la sensibilidad; que los hagan participes de los grandes sentimientos humanos. Me ag
radan los libros que proporcionan la más difícil y necesaria de las ciencias: la del corazón humano. Me gustan los libros que contienen una profunda moraleja: los que nos permiten ver hasta qué punto la envidia, los celos y la ansia de riqueza son feos y bajos… los que nos mantienen la fe en la verdad y la justicia…
Cabe añadir que si el niño es un ser que aún se deja llevar por las pasiones, incivilizado e irreverente (de ahí su interés por los libros de animales: “todo aspirante al éxito en materia de Literatura Infantil, debe visitar un zoológico al menos una vez al año”,decía Paul Hazard), y que no se deja civilizar con facilidad, posiblemente la Literatura que le interese debe tener algo también de antisocial y desestabilizador. Elemento desestabilizador que llevaban dentro, por cierto, algunas de las mejores obras de la Literatura Infantil y Juvenil que han triunfado, desde Peter Pan a los libros de R. Dahl.
Otra regla para el éxito es acertar con la identificación de los lectores. Cuando a Care Santos le preguntaron cuáles eran las reglas de juego para escribir una buena novela juvenil, responde: creo que es indispensable conseguir que el lector se identifique con lo que lee. Esta identificación suele venir a través de los personajes. Por eso es bueno que los protagonistas tengan la edad del lector.
Tal vez, pues, no existan los autores de obras para niños, sino los autores de obras para todas las edades y como dijo el asturiano Ramón Pérez de Ayala, “los buenos libros infantiles son aquellos que entretienen a los hombres y les devuelven una ilusión de infancia”(o digamos, los que entretienen a los niños y les hacen crecer).
 
JUAN JOSÉ LAGE es Colaborador de prensa y radio, director de la revista PLATERO (Premio Nacional Fomento de la Lectura – Premio OEPLI, 2007), autor del libro “Animar a leer desde la Biblioteca (Editorial CCS, 2006) y del Diccionario histórico de autores de la Lit. Infantil – juvenil universal de próxima publicación en (Ed. OCTAEDRO, 2009).

 

 

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