José Ángel Cilleruelo es un escritor difícil de ubicar. Como poeta, se quedó descolgado de la poesía de la experiencia cuando ésta cerró demasiado su campo de acción; como crítico, juega en una liga aparte, es un solitario que no quiere cuentas con academias o universidades; y como narrador, busca destinos provisionales.
Tu obra parece deambular constantemente. Con cada libro pareces iniciar una nueva aventura.
Soy consciente de ello, aunque no creo que sea así. Es cierto que el cambio de género despista a lectores y crítica, que dejan de tomar en serio a quien lo hace. Sin embargo, concibo la literatura como un territorio sin excesivas fronteras. Mis libros parecen escritos aquí y allá, sin concierto, pero para su elaboración he pensado siempre en cómo los chinos construían su inmensa muralla según nos contó Kafka —que nunca estuvo en China—: fragmento a fragmento. Dos novelas tan aparentemente distantes y diferentes como Trasto y Doménica tienen algo esencial en común: el personaje principal, que ambos títulos nombran, aparece a mitad de la narración.
Ayudaste a restituir el territorio de lo real en el mundo de la poesía española cuando el culturalismo empezó a dar síntomas de fatiga. Sin embargo, sería incorrecto considerarte un poeta de la experiencia.
A un escritor siempre le es difícil situarse a sí mismo en su época. Creo que acompañé el nacimiento de lo que se ha llamado «poesía de la experiencia», más tarde aquella complicidad de gustos y lecturas se convirtió en un grupo de presión poética —si es posible hablar en estos términos— al que no fui invitado. Por otra parte, cuando apareció Maleza un importante crítico de la tendencia me dijo, literalmente: «Este libro ya no es de los nuestros». Lo sentí como un elogio.
A veces da la sensación de que trabajases tus versos desde planos distintos, como un cineasta que comenzó su carrera durante el periodo mudo y luego dio el salto al sonoro, marcando de forma separada la cadencia de las imágenes y la de los sonidos.
Es una comparación que sólo se le puede ocurrir a quien ha reflexionado mucho sobre el cine. Como no es mi caso, nunca había pensado nada parecido. Pessoa hablaba de la impericia de los chóferes de los nuevos vehículos a motor, elegidos entre quienes habían conducido carros. Las dos imágenes, ahora que lo pienso, no me son ajenas: siempre he tenido la sensación de pertenecer a una época que ha desaparecido, y andar por la nueva sin acabar de comprender del todo cómo se han de hacer las cosas ahora. Hay escritores que aspiran a gobernar su momento; otros tratamos sólo de que el presente no nos gobierne en exceso.
Incluso en lugares precisos, das la sensación de haber perdido algo, una amistad, un amor, una ocasión…
Es posible que esta sensación derive de aquella inadaptación al momento. Uno escribe siempre de las pérdidas, aunque tal vez lo que ha perdido no sea nada en concreto —un amor, una oportunidad…—, sino simplemente un estado de alma. Lo que le convierte en un apátrida del tiempo.
La poesía presidió tu obra al principio, luego llegaste a la crítica y finalmente a la narrativa.
La secuencia no es exactamente así. La poesía y la crítica han ido siempre de la mano. La escritura y la exégesis son caras del mismo fenómeno. Tal vez, en los últimos años, es cierto que he descuidado la crítica. Ha sido a propósito: su conversión al academicismo más rancio y estéril —como modelo crítico dominante— me ha aconsejado alejarme. Y la prosa también estuvo ahí. Mis dos primeros libros de prosa son de 1997 y 98. Ambos contenían materiales de una década de escritura narrativa. Si tardaron tanto en aparecer fue porque su autor carecía de madurez para construir un libro con todo lo que escribía. Desde estas fechas he publicado más prosa que poesía.
Trabajas con formas complementarias y autónomas al mismo tiempo.
Imagino que te refieres a los géneros literarios. No mezclo nunca narración y poesía en los períodos de escritura. En general, cuando acabo un libro de poesía siento unas ganas enormes de adentrarme en una narración. Una vez concluida ésta, la prosa empieza a cansarme, y es el signo que indica que he de volver a la poesía.
En Al Oeste de Varsovia, una mujer intenta entender a un poeta para entenderse a sí misma. Tu prosa también intenta entender la poesía para entenderse a sí misma.
Así como no mezclo escritura narrativa y poesía, sí me gusta entreverar los universos significativos de ambos géneros. A veces de un modo explícito, como en El visir de Abisinia o en Al oeste de Varsovia; en otras ocasiones, como en Doménica, de un modo soterrado, en personajes que nada tienen que ver con la poesía. La razón tal vez tenga más que ver con la muralla china que con el deambular por los géneros: la construcción de una única obra pedazo a pedazo. Aunque los pedazos no permitan contemplar —acaso no lo permitan nunca, y esta sea la pérdida fundamental— la totalidad a la que aspiran.
Has iniciado un viaje diferente en esta novela, hacia un país donde nunca has estado. Para llegar allí, te has valido de viejos y nuevos medios de conexión (libros, Internet).
Tampoco Kafka estuvo en China ni en América. Creo que escribir sobre el lugar desconocido es un rasgo de una literatura de imaginación que —tal vez a contracorriente— reivindico. Internet, por otra parte, es un interesante medio de documentación: no está mediatizado por ningún mundo verbal organizado —como los libros de historia o de viajes—. Uno accede a imágenes, textos variopintos, datos dispares… pero la organización de todo este material disperso depende de quien lo mira: no le llega vinculado a la construcción verbal de autores que no son literarios. Y este hecho me parece muy relevante. La única influencia valiosa es la estilística, aquella que no tiene nada que ver argumentalmente con lo que uno quiere escribi
r.
Curiosamente, tu concepción de la Historia con mayúscula es la de un terreno más cerca de la fantasía que otra cosa.
Mi concepción de la historia si está cerca de algo es de la literatura. No me ha preocupado nunca la verdad de los hechos, sino su presentación dramática y verosímil. La historia, por otra parte, me parece una simpática jubilada. Las claramente antipáticas son las llamadas Ciencias Sociales y afines. En mi experiencia he podido observar la animadversión y el desprecio profundos que sienten todas estas disciplinas hacia la literatura. La progresiva degradación de ésta como valor de cohesión social —en planes de estudios, en publicaciones, en todas partes— se debe básicamente a la labor de sociólogos, pedagogos, psicólogos… que aspiran, quizá, a heredar algún día la maravillosa complicidad «social» que sugiere el simple nombre de Cervantes o Machado. Ese día, la verdad, es mejor no estar ya aquí.
No acabo de entender por qué suprimiste una imagen (la del viento que agitaba unas cáscaras de pipas) después de que alguien te dijese que algo así no es posible en Varsovia. Eso da por supuesto que querías trabajar de una manera escrupulosa aunque utilizases un escenario (histórico, político y social) que está alejado de tu propia experiencia.
Si no recuerdo mal, también a mí me costaba quitar esa imagen del viento que agitaba unas cáscaras de pipas. Si no recuerdo mal, cambié las pipas por altramuces y lo dejé tal cual. Los polacos no comen pipas, pero sí altramuces. No lanzan las cáscaras a la calle… o no las lanzaban hasta ahora, pero la modernidad cambia hábitos en minutos. Tampoco los orientales se tocaban en público, ni siquiera las manos, y Pekín ya está lleno de parejas de adolescentes besándose por las esquinas. Como en todas partes.
A continuación puedes leer un fragmento de Al oeste de Varsovia (Fundación JM Lara, Sevilla, 2009). Págs 9-10.
Una mañana de octubre, en 1939, temprano, bajo un cielo plomizo y una lluvia menuda, se plantaron dos oficiales ante las puertas del instituto de Zielona Góra, el único donde se podían realizar estudios superiores en esta pequeña ciudad situada al oeste de Varsovia. Con el uniforme oscuro bien almidonado, botones relucientes y botas que parecían de cristal negro, se sacudieron las pequeñas gotas de lluvia con un ligero temblor que, sin embargo, no descompuso su hieratismo. Aunque en ningún momento tocaron la campana de entrada, el viejo conserje del instituto, Arkadiusz, que ya había modificado en dos ocasiones su fecha de nacimiento en los papeles oficiales para que no le relevaran aún de sus funciones, al verlos desde la garita se acercó cojeando hasta la entrada. «Señores —dijo asomándose con ojos de sorpresa—, ¿desean ver a alguien aquí?» Uno de los oficiales dio un empujón a la puerta entreabierta y los dos atravesaron el umbral sin siquiera mirar la cara de incredulidad del anciano, que había perdido el equilibrio y se sujetaba al cuadro de madera para no rodar por el suelo.
La brusquedad del gesto puso en marcha la mañana como quien arranca un mecanismo de engranajes estirando con un golpe enérgico una cuerda. Hasta aquel instante el tiempo, aguas oscuras de un lago profundo, parecía estancado en el vestíbulo del instituto. Los alumnos y profesores habían entrado con su revuelo y vocerío habituales, y esos vestigios sonoros se habían ido depositando en los rincones con la arenilla y las esquirlas de lodo que despiden los zapatos al pisar un pavimento seco. La luz doliente de las calles atravesaba con esfuerzo la cristalera y acogía la quietud en sus sombras. Arkadiusz sólo encendía los candiles a las horas del tránsito. Le gustaba este trabajo porque mientras lo conservara no le encontraría la muerte, pez que se mueve mal en aguas que no corren, densas, sombrías. O que cuando corren, en las horas de la salida, se despeñan de tal modo y con tal bravura y juventud que nadie puede alcanzarlas. En este vaivén creía engañar al destino. Y, de hecho, nadie hasta entonces le había podido argumentar en contra. Aquella carrera desigual era su reino de principio a fin del horario.