El feliz cumpleaños de la muerte, de Gregory Corso. Por Víctor González-Quevedo.

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Recuerdo haberme hecho con El feliz cumpleaños de la muerte (Visor Libros) hace unos años. Es, al parecer, una de las obras más meritorias del poeta italoamericano Gregory Corso, de sobra situado en los vanguardistas dominios de la denominada generación beat estadounidense. Aunque por filiación personal tiendo más hacia una poética de corte más clásico (y clasicista), recuerdo haber conceptuado en su tiempo esta obra como algo que parecía ofrecer un vapor fresco a mi lista de autores de poesía referenciales. Aunque la percepción –y por ende, la valoración— de este libro puede haber cambiado de algún modo en mi cabeza al releerlo años después, ofreceré a continuación algunas características en cuanto a estilo, forma y temática de esta feliz conmemoración del deceso.

Un vistazo inicial a los poco más de cincuenta poemas que componen el libro nos muestra una cuasi simbiosis entre la técnica de Allen Ginsberg –poeta por excelencia del grupo beat y amigo y valedor del autor— y el propio Corso. En efecto, Corso practica una escritura ametrallada, casi se diría que parcialmente automática, y esto es lo que lo sitúa en la estética vanguardista: la sintaxis es licenciosa, las comas como pausa enumerativa existen sólo en algunas ocasiones, con alguna elipsis verbal a añadir a la preferencia aplastante del autor por el uso de exclamaciones. Todo esto lleva a una imaginería caótica, tan característica del arte avant-garde, que puede llegar a resultar exasperante para el lector común y corriente. Por otra parte, los poemas adoptan formas proteicas: coexisten en el libro composiciones que ocupan varias páginas junto a pequeños poemitas. (Encontramos incluso un poema compuesto por varios haikus.)

Existen varios temas principales en esta poesía corsa: la tensión oriente-occidente tan característica de su tiempo o guerra fría ruso-norteamericana, íntimamente unida a una cierta posición antibelicista del autor. También parecen coexistir en un extraño equilibrio los viejos imperios frente a la época postmoderna, o quizá en oposición. Las metáforas poseen una cualidad de urgencia y fastuosidad, y de vez en cuando el lector se topa con versos de hondo humanismo –si bien un tanto aislados— entre toda la maraña de vocablos designando realidades postmodernas, cultura pop, autores como Dante o personajes como Eisenhower, alusiones a ciudades y personajes de imperios que sólo podemos evocar a partir de fuentes históricas, etc. A modo de curiosidad, el primer y el último poema destilan un sabor claramente nihilista en el más puro sentido etimológico. Por otra parte, en uno de los poemas (“Clown”) se ironiza con la conveniencia de ser un tonto feliz antes que un hombre a la usanza típica. Las descripciones ofrecen una cierta sensación de caos y descontrol que pueden dejar un regusto bastante ambivalente tras la lectura. Eso se añade a la omnipresente ironía con la que Corso traza las líneas maestras de su poética en este libro, incluyendo el tema de la muerte: un largo poema subdividido en dieciséis unidades en la parte central del libro lo atestigua. Como corolario, se puede argumentar que en ocasiones el autor roza el absurdo, y si algo puede contrarrestar esta sensación es su originalidad en ciertos poemas sueltos en los que reflexiona, por ejemplo, sobre las impresiones comparativas que le produce ver sangre o la propia idea de la sangre con respecto a animales, seres humanos e incluso en Jesucristo (“La terrorífica diferencia”). En resumen, libro recomendable para los que gusten de los alambiques norteamericanos “años cincuenta“ en los que se destiló la bebida del postmodernismo. 

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