El hombre que plantaba árboles, de Jean Giono. Por Ángel García Prieto (09/XII/2009).

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Jean Giono,
El hombre que plantaba árboles,
Duomo, Barcelona, 2009. 62 páginas. 8 euros.
Traducción de Simona Mulozzani.
Prólogo de José Saramago y epílogo de Joaquin Araujo.
 
 
Jean Giono (Manosque, Provenza, 1895 – 1970) nació en una familia humilde, de origen franco-piamontés. Autodidacta, se dice que sólo leyó la Biblia, a Homero y los clásicos, trabajó en la banca y se inicia en la literatura a partir de 1928, con la publicación de Colina. Movilizado en 1939, fue encarcelado por antimilitarista, y de nuevo en 1943, acusado de colaborar con el gobierno de Vichy. Es después de este tiempo cuando comienza su segunda época y llega a la madurez creativa con El húsar sobre el tejado y El molino de Polonia, que le hicieron ser elegido miembro de la Academia Goncourt en 1954. El conjunto de su obra es una invitación al individualismo – fue apodado “el solitario de Manosque” – y la libertad; el hombre en relación con la tierra es el protagonista de unas novelas de un lirismo inimitable. En su segunda época demuestra una mayor preocupación por los temas sociales, económicos y políticos de su tiempo. Ahora nos resulta más cercano desde la publicación en 1995 de la versión española de El húsar sobre el tejado (Anagrama), de la que se hizo una película de éxito, dirigida por Jean-Paul Rappenau.  

El hombre que plantaba árboles, volvió a ser publicado hace unos años por Ed. Olañeta y ha tenido varias reediciones en al menos dos formatos. Ahora esta editorial de origen italiano, que publica en español, la lanza de nuevo. El libro es un pequeño relato de ficción que el novelista provenzal publicó, de modo altruista, para “hacer que la gente amara los árboles, o, para ser más exacto hacer que amen el plantar árboles”. En él crea un entrañable personaje de ficción, llamado Elzeard Bouffier, pastor solitario en la altiplanicie fronteriza con los Alpes, que consigue su felicidad plantando con paciente perseverancia miles árboles con los que logra convertir aquel páramo en una tierra agradable y fecunda que se irá poblando de esperanzados campesinos.

Es un cuento delicioso, un canto a la naturaleza , a la generosidad con ella, en el que el narrador llega a concluir: “Cuando pienso que un solo hombre, armado únicamente de sus recursos físicos y morales, fue capaz de hacer surgir de un yermo esta tierra prometida, me convenzo de que, a pesar de todo, el género humano es admirable”. En esta línea se sitúa también el epílogo de Joaquin Araujo.

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