Allá por enero de 1954, en el nº 31 de Cahiers du cinéma, un jovencísimo François Truffaut de tan sólo 22 años, perfilando la Política de los autores o Teoría del cine de autor, arremete sin contemplaciones, a través del tan polémico como célebre texto “Una cierta tendencia del cine francés”, contra el rancio academicismo del cine de la Tradición de la Calidad o Realismo Psicológico, integrado por una serie de realizadores (Claude Autant-Lara, Jean Delannoy, René Clément, Yves Allégret, Marcel Pagliero, Henri-Georges Clouzot y Jean Boyer, entre otros) que –según él— no podían ser considerados como AUTORES: todos ellos carecían de un universo artístico propio (sus obras eran esencialmente películas de guionistas) y estaban faltos, gtambién, de una coherencia artística intrínseca.
A esa Tradición de la Calidad opone Truffaut, ensalzándolo, el tipo de cine representado por autores como Robert Bresson, Jean Renoir, Jean Cocteau, Jacques Becker, Max Ophüls, Jacques Tati o Abel Gance. O lo que es lo mismo, desde las páginas de la mítica revista parisina, fundada en 1951 por André Bazin y Jacques Doniol-Valcroze, se sentaron las bases de la crítica cinematográfica moderna de la mano de aquellos jóvenes redactores suyos denominados “jóvenes turcos” (François Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Eric Rohmer, Jacques Rivette… todos ellos futuros cineastas de la Nouvelle Vague), a cuya lista de preferencias se suman igualmente directores tales como John Ford, Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Luis Buñuel, Carl Th. Dreyer, Roberto Rossellini u Orson Welles. Realizadores todos ellos que, al acertado entender de los cahieristas, atesoraban un estilo personal –rastreable en el modo singular e intransferible de operar con el material fílmico— y asimismo plasmaban en sus filmes sus propias ideas acerca de la vida; es decir, eran AUTORES (= artistas) que se contraponían a los metteurs en scéne o artesanos, profesionales –todo lo competentes que se quiera— sin una cierta coherencia temática y/o estilística que no precisaban de introducir en sus filmes su visión personal del mundo.
El otro gran y definitivo golpe de efecto se produce en 1959 cuando, tras una productiva labor exegética (“escribir ya era hacer cine”, llegará a afirmar Godard) y un previo paso de tanteo por el cortometraje, cinco de los llamados “jóvenes turcos” se pasan en bloque al ámbito de la dirección, asumiendo desde detrás de la cámara los postulados de la Teoría del cine de autor, para legarnos otras tantas óperas primas de innegable importancia dentro de la historia del cine. Nos referimos a Jean-Luc Godard, François Truffaut, Eric Rohmer, Claude Chabrol y Jacques Rivette ; y a Al final de la escapada, Los 400 golpes, El signo del león, El bello Sergio y Paris nous appartient, respectivamente. Así, la llamada Nouvelle Vague (Nueva Ola), marbete acuñado en octubre 1957 por François Giraud en el semanario L’Express para rotular a una amplia encuesta sobre la juventud francesa, dejaba de ser tan sólo una actitud crítica para transformarse, junto al Free Cinema inglés, en el movimiento pionero de los denominados Nuevos Cines, que conocerían su desarrollo durante la veintena de años comprendida entre 1955 y 1975.
El de la Nouvelle Vague fue un cine realizado –en su mayoría— por entusiastas jóvenes cinéfilos que, por encima de todo, deseaban hacer cine. Pero un cine distinto al imperante: “Hay que filmar otras cosas, con otro espíritu (…) El joven cineasta debe decirse a sí mismo: Les voy a dar a los productores una obra tan sincera que su verdad será como un grito y tendrá una fuerza formidable; les he de probar que la verdad da ganancias, y que mi verdad es la única verdad”, sentenciaría Truffaut. Con tal fin se optó por anteponer la libertad creadora a cualquier factor comercial y establecer la diferencia tanto en los temas como en el tratamiento fílmico, del cual se deriva un fenómeno de personalización que evidencia la autoría de las películas en cuestión. Como muy escriben José Enrique Monterde, Esteve Riambau y Casimiro Torreiro en Los Nuevos Cines europeos 1955/ 1970 (Barcelona, Lerna, 1987), “se agiganta la presencia del cineasta, que deja de contar una historia para pasar a contarnos ‘su’ historia. Ello no quiere decir que ésta tenga que ser necesariamente autobiográfica, aunque de hecho los ‘nuevos cines’ estén repletos de casos así, sino que la inscripción del papel del creador cinematográfico es mucho más evidente: su presencia se inscribe en la propia obra de una forma mucho más clara que cuando asumía el mero papel de narrador”.
Al lado de una ostensible ampliación y cotidianización –a veces transgresora—de los temas abordados, esta nueva manera de entender el cine aboga por una liberación de éste por medio de la subversión y quebrantamiento de los académicos códigos gramaticales y sintácticos, cuando no mediante un remozamiento de recursos de otrora caídos en desuso. El relato fílmico se fragmenta y la cámara también se libera en pos de una narración expuesta de un modo más ágil, directo y moderno, donde se incrementa el trabajo con las elipsis y las estructuras temporales, se violentan/vulneran los raccords, se difuminan las transiciones y los géneros se entreveran. Estando además todo ello enmarcado dentro de un replanteamiento de los métodos de producción, en virtud del cual los presupuestos se reducen, los equipos de rodaje se hacen más reducidos y los equipos técnicos más ligeros, se abandonan los estudios para filmar en escenarios naturales y decorados reales, se recurre al sonido directo y asimismo cobra valor de primer orden la improvisación.
No andaba, por tanto, muy errado Bernard Eisenscheitz cuando se acogió a un resumen tripartito del fenómeno de la Nouvelle Vague para concluir que ésta representa un concepto histórico (la ruptura con el cine académico francés de los 50), un concepto económico (el lanzamiento del filme de bajo presupuesto) y un concepto ideológico (un cine joven para un país joven, como lo era Francia al comienzo de la V República). Sin embargo, en calidad de más adecuado corolario a esta somera aproximación al más elegante de los Nuevos Cines europeos, preferimos acudir de nuevo a las p
alabras de ese gran humanista que fue François Truffaut: “La Nouvelle Vague no tenía un programa estético, era simplemente una tentativa por recuperar cierta independencia perdida (…) Creo que la Nouvelle Vague ha demostrado que se pueden hacer películas inteligentes en completa libertad de espíritu y de medios materiales. Y hemos demostrado, me parece, que en cine se puede hacer todo lo que se quiera.”