La noche de los mosquitos sordos, de José Ángel Ordiz. 5/07/2010. De próxima publicación en Una noche de verano.

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La noche de los mosquitos sordos

 
Llegué al hotel de anochecida, como habíamos convenido. El día, caluroso y húmedo, aunque no soleado, se despedía con una placidez veraniega de la que yo, asomado al balcón orientado hacia el río, carecía en mi interior. La llamé. “Doscientos dos”, dije únicamente, y ella cortó la comunicación sin pronunciar otro vocablo que el “Dime” inicial. No hacían falta más palabras telefónicas; antes bien, podrían comprometerla, delatarnos. Guardé el móvil en el bolsillo del pantalón, fijé la mirada en las menguadas y perezosas aguas del cauce. Embarazada… Un hijo mío…
«¿Mío?»
«¡Sí, tuyo, tuyo!»
«¿Estás segura?»
«¡Sí!»
«Pero nosotros…»
«Pues estoy embarazada. Me follas como un animal, se rompería la goma.»
«Eres tú la que me pides…»
«¡Yo no te pido nada!»
«Bueno, cálmate ya, que todo tiene solución.»
«No abortaré.»
«¿Y si sale la criatura clavada a mí, con mi pelo y mis ojos?»
«Que salga como quiera.»
«Escúchame, tenemos que vernos, pensarlo.»
«Yo ya lo he pensado.»
«Te espero mañana en el hotel que está junto al río.»
«No me convencerás.»
«Convénceme tú a mí.»
«Vale, en ese hotel.»
«Te llamo cuando llegue, al oscurecer.»
Ya no se veía el río cuando me retiré del balcón, luces de ciudad a izquierda y derecha, y al fondo del telón nocturno; ninguna luz en mis negras reflexiones. Un hijo… Aunque no sería hijo mío, sino de ella y del marido si la criatura no salía clavada a mí, albino y con estos ojos claros que reconocería el esposo, mi jefe en la empresa nada afectada por la crisis económica mundial pues está de moda la incineración de cadáveres. Las once en el reloj, las doce. Y ella no aparecía. Busqué el canal de los deportes en la tele. Tenis de alto nivel, arte deportivo, vano o admirable, según se mire, cierto es que somos distintos al resto de los animales por semejantes artes y pasiones: los mosquitos no juegan al balompié, pongamos por caso. El cambio climático en otro canal, el calentamiento en la superficie del planeta justo cuando correspondería una nueva glaciación: más materia prima para nuestra empresa, viva la contaminación. Me desnudé, me tendí en la cama. No la quería ni poco ni mucho, sólo la deseaba de cuando en cuando. Y la follaba como un animal porque ella me lo pedía a veces, sí, y, cuando no me lo pedía, para joder al marido mandón a través del cuerpo de la esposa aunque él no lo supiera: cualquier desahogo es bueno cuando no hay otro.
Estaba a punto de quedarme dormido —no servía el allá tú, el allá ella: podía perder yo el puesto de trabajo; con todo, al fin conciliaba el sueño, esa muerte temporal que en realidad repara los estragos de la vigilia— cuando oí al mosquito, ese zumbido, ese sonido de trompetilla que inquieta como el estridor de una sirena. Rondó mi rostro y sólo logré abofetearme dos veces al pretender aplastarlo. Encendí luces, me levanté. Te vas a enterar. La toalla mayor del cuarto de baño en la mano derecha, la mirada inquisitoria por techo y paredes. ¡Allí! Al suelo la lámpara de la mesilla. ¡Allí! Al suelo el adorno de la mesa del escritorio, el contenedor oval, y los cantos rodados que antes llenaban el cuenco de vidrio esparcidos por la moqueta. ¡Allí! Al suelo el cuadro que yo mismo hubiera pintado mejor, aquella simple raya negra, irregular, sobre fondo blanco. Me rendí. Busqué refuerzos, marqué el uno en el teléfono del hotel.
            —Oiga, señorita.
            —Señora.
            Recordé que la recepcionista también estaba embarazada, casi de parto a tenor del tamaño de la barriga.
            —Qué desea, caballero.
            —Hay en la habitación un mosquito que me impide dormir.
            —Imposible, caballero. Todas las habitaciones del hotel cuentan con generadores de ultrasonidos antimosquitos.
        
    —Pues este mosquito será especial, estará sordo. ¿No tendrán por ahí un insecticida?
            —Son innecesarios en este hotel, caballero.
            —Le digo que…
            —Podemos cambiarle de habitación si lo desea.
            —¡No, no lo deseo!
            ¡Preñada!
            Colgué el teléfono con violencia. Coloqué el cuadro en su sitio, recogí el cuenco de vidrio coloreado, lo rellené con los cantos rodados que no pateé. Casi me electrocuto al intentar que luciese la bombilla de la lámpara de la mesa de noche. Me refresqué en el cuarto de baño, me armé con otra toalla. Esto no se quedará así, mosquito de antenas sordas. Alguien llamó entonces a la puerta.
¿Ella? ¿A semejantes horas? Bueno, mejor tarde que nunca, y mejor ella que el marido.
Era el del mantenimiento del hotel, turno de noche.
            —¿Me permite una rápida comprobación? Serán apenas unos segundos.
Ningún defecto en el generador. Ni rastro del mosquito sordo.
            —¿Desea cambiar de habitación?
            —No, de eso nada. Yo me quedo aquí.
            —Sólo pican las hembras, ¿lo sabía?
            —¿Las hembras?
            —Los mosquitos machos no se alimentan de sangre.
            —Pero hasta mañana no sabré si se trata de macho o hembra.
            —Ya le digo que el generador…
            —Sí, sí, ya.
            —Buenas noches, caballero.
            —Compren insecticidas, ¿me oye?
            Hijos que se convierten en padres antes de regresar al lugar del que procedemos, la nada o el todo, qué absurda carrera de relevos hacia el misterio para mí, qué lástima no ser creyente. El sueño nuevamente; reparador, liberador. Ahí te quedas hasta mañana, mundo.
¡Otra vez el mosquito!
            Allí… Allí… Allí…
            —¡Te maté, cabrón!
            Sangre en la pantalla del televisor, y restos mínimos, pero visibles, del insecto. Las pruebas. Al día siguiente, más descansado, les mostraría las pruebas.
            La voz: te quedarás sin empleo, y probablemente sin dientes ni nariz, sin vida quizás, por culpa de un espermatozoide tan huidizo e inoportuno como el insecto sordo.
            ¡Y muerto! Buenas noches, voz, mundo.
            ¿No arreglas el estropicio? ¿No cuelgas el cuadro? ¿No recoges los cantos rodados, esparcidos por la moqueta de nuevo, ni pones la lámpara sobre la mesa de noche?
            ¡No! Ni ahora ni… ¡No puede ser! ¿Otro mosquito? ¿Dos mosquitos con antenas sordas?
            Pues sí.
            Todo lo demás, lo que justifica por qué mato insectos desde aquella noche sin descanso, con insaciable rencor, insectos machos o hembras, insectos inocentes o culpables, sucedió a continuación.

 

Foto: Impact ‘spots’ on the Moon. ESA, 2006.

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