Alemania, año cero: el Nuevo Cine Alemán. Por José Havel. 01/02/2012

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Durante las dos décadas posteriores a la II Guerra Mundial el cine alemán vagó sonámbulo, dando tumbos, incapaz de despertarse de una larga de pesadilla. Tras la guerra, el cine teutón padeció la misma partición en dos que Alemania, quedando el grueso de su industria fílmica (los estudios de la UFA) en el sector de influencia soviética, mientras que la zona alemana occidental vivió una absoluta colonización a cargo del coloso cinematográfico norteamericano. Excepción hecha de logros aislados, como La balada de Berlín (Robert Adolf, 1948), El rey loco (Helmut Käutner, 1955), El escándalo Rosemarie (Rof Thiele, 1958) o El puente (Bernhard Wicki, 1959), la brillantez de los tiempos de Josef von Sternberg, F. W. Murnau, Ernst Lubitsch y Fritz Lang quedaban ya muy lejos, por mucho que éste último regresase a Alemania para firmar el díptico aventurero El tigre de Esnapur/ La tumba india (1959) y Los crímenes del doctor Mabuse (1960). Aparte de esto, poco más, salvo el hecho de que Alemania, por encima de su predominante cine de evasión intrascendente (el Heimatfilm), se erigió paradójicamente –o quizá no tanto— en un vivero de estrellas internacionales que hubieron de buscarse la vida en otras cinematografías: Maria Schell, Curd Jurgens, Hardy Krüger, Gert Fröbe… Pero el letargo del cine germánico, a contracorriente de la coyuntura económica del llamado Milagro Alemán, no era sólo de carácter artístico. Su crisis fue a más con la irrupción de la TV y el descenso masivo de espectadores que produjo en las salas de exhibición.

Ante esta precaria situación artístico-económica del cine alemán de principios de los años 60, más bien un callejón sin salida, reaccionó en febrero de 1962 un grupo de jóvenes realizadores, familiarizados con la Teoría del Cine de Autor de la Nouvelle Vague francesa, al amparo del VIII Festival Internacional de Cine de Oberhausen. El día 28 de aquel mes de febrero del citado año 62, tal reacción dio lugar al Manifiesto colectivo de Oberhausen. Sus veintiséis firmantes –Alexander Kluge, Edgar Reitz, Hans Jürgen Pohland y Peter Schamoni, entre otros— manifestaron su “pretensión de crear un Nuevo Cine Alemán”. Decían tener con respecto a la producción de ese Nuevo Cine “ideas concretas de tipo intelectual, formal y económico”, estando dispuestos a soportar riesgos financieros en común. El final del manifiesto acababa con una sonora proclama por parte de sus signatarios: “El Viejo Cine está muerto. Creemos en el Nuevo”.

Se dice, con razón, que esta declaración colectiva evidencia una voluntad de renovación más que la propuesta concreta de un programa de acción específico. Sin embargo, no menos cierto es que en 1965, gracias a la labor desencadenada a partir del Manifiesto de Oberhausen, se creó el Comité del Joven Cine Alemán (Kuratorium Junger Deutscher Film). También en ese año se consiguió del Parlamento, en pro de una política estatal favorable hacia el cine de calidad, la promulgación de la ley Film Förderung Gesetz, orientada a subvencionar a ese Nuevo Cine Alemán, lo cual trajo consigo ciertos intentos gubernamentales de injerencia ideológica, con el consiguiente rechazo de no pocos cineastas. Por otra parte, las cadenas televisivas ARD, WDR y ZDF prestaron ayuda económica, en forma de coproducción, a un nutrido grupo de proyectos, aunque –como el gobierno— no siempre al margen de conatos censores. Suele citarse como ejemplo paradigmático de este tipo de situaciones el caso de Rainer Werner Fassbinder, quien, a pesar de su prestigio internacional, no halló financiación estatal ni televisiva para La tercera generación (1979), por razones políticas al decir de él (el filme trataba acerca del terrorismo de los “años del plomo”). Por el contrario, precisamente gracias a esos apoyos, Werner Herzog pudo rodar en 1974 El enigma de Gaspar Hauser, crónica del proceso de la educación socializadora básica de un hombre adulto descubierto en estado salvaje, a la postre de gran fama mundial.

Como resto de los Nuevos Cines europeos, el Joven Cine Alemán no constituyó un fenómeno homogéneo ni un frente compacto; tampoco un movimiento rupturista con el pasado en términos absolutos. De hecho, sus principales características son la diversidad temático-estilística, tanto como su mezcla de rupturismo y tradición, pese a sus ínfulas revolucionarias (el Expresionismo, el Kammerspiel, Lang o Murnau son influencias asumidas con gustoso respeto por parte de los jóvenes directores teutones). La filosofía general del Nuevo Cine Alemán la ha resumido acertadamente uno de los hermanos Schamoni, Peter, firmante del Manifiesto de Oberhausen, cuando en determinada ocasión reconoció que lo que importaba fundamentalmente a los jóvenes realizadores germanos era hacer películas que reflejaran las condiciones sociales de la República Federal de Alemania y las propias experiencias personales, películas que fueran documentos para la comprensión de su tiempo.

 Autores y obras representativos

 El primero en dar el pistoletazo de salida al Nuevo Cine Alemán fue, curiosamente, un francés: JEAN-MARIE STRAUB, exiliado en Alemania desde 1958 al negarse a participar en la guerra de Argelia. Cineasta independiente y singular como pocos, con marchamo de impenetrable, inauguró su filmografía con No reconciliados (1965), una compleja adaptación de la novela de Heinrich Böll Billar a las nueve y media (1960), planteando, con una estética provocativa –casi brechtiana—, una comprometida aproximación a la reciente historia alemana, a través de tres generaciones de la antifascista familia de arquitectos Fähmel. A su debut siguió Crónica de Anna Magdalena Bach (1967), que deslumbró a la crítica no sin razón, pues se trata de uno de los filmes clave –y más polémicos— de los años 60, una obra de radical depuración, estructurada en una serie de ascéticos planos-secuencia que componen un relato biográfico, bastante atípico, de la segunda esposa del célebre músico.

También fue nombre señero a la hora de abrir fuego VOLKER SCHLÖNDORFF. Después de estudiar cine en el IDHEC de París y de trabajar como ayudante de dirección de Jean-Pierre Melville
, Alain Resnais y Louis Malle, obtuvo el premio internacional de la crítica en el Festival de Cannes con su primer largometraje, El joven Törless (1966), basado en la novela homónima de Robert Musil. Filmados en un magnífico blanco y negro de cariz realista, los interiores de una escuela militar de cadetes sirven de vehículo para desplegar una minuciosa reflexión sobre la violencia humana: unos adolescentes gozan con la tortura y humillación de un tercero de origen judío, todo ello ante la impasible mirada del joven Törless, finalmente exculpado pero implicado como testigo indiferente de tales hechos. Así, el internado militar queda equiparado a la Alemania de la época nazi, en la que los verdugos se mezclaban con millones de testigos inocentes, si bien pasivos. Otra obra maestra de Schlöndorff es La repentina riqueza de los pobres de Krombach (1970), basada en el caso real de cinco campesinos del siglo XIX que, obligados por la miseria, se atreven a asaltar el carro postal que pasa por sus tierras. Aunque su película más exitosa, también premiada en Cannes –esta vez con la Palma de Oro—, y asimismo galardonada con el Oscar al Mejor Filme en Lengua Extranjera, será la magistral fábula antimilitarista El tambor de hojalata (1979), a partir del libro de Gunter Grass. Todo un fresco sobre el pueblo alemán esta historia de un niño que, durante la turbulencia del nazismo, sufre un accidente que le impide crecer.

Novelista reconvertido en director de cine, ALEXANDER KLUGE, una de las veintiséis voces redactoras del Manifiesto de Oberhausen, debuta tras la cámara con la acrisolada Una muchacha sin historia (1966), según un relato propio, cuya estética se halla a medio camino de Brecht, Godard, el cinéma-verité y el discurso monologado. Fotografiada por Edgar Reitz, otro de los de Oberhausen, las distintas secuencias que integran la historia de Anita G. se presentan con una diáfana voluntad de alinealidad en su collage de ficción y documental. Luego de este feliz bautismo cinematográfico, Kluge se superaría a sí mismo con Los artistas bajo la carpa de circo: perplejos (1968), alegórico análisis marxista, emparentado con el absurdo, de la sociedad capitalista, al que el Festival de Venecia concedió el León de San Marco.

Dentro de esta primera generación de Oberhausen o de los artífices hay otros nombres dignos de mención. PETER FLEISCHMANN abordó en Escenas de caza en la Baja Baviera (1969), como PETER SCHAMONI en La veda del zorro (1969), la pervivencia del nazismo en actitudes de la Alemania coetánea. Mientras que ULRICH SCHAMONI, GUSTAV EHMCK y JOHANNES SCHAAF despuntaron, respectivamente, por El fruto de la vida (1965), Huellas de una muchacha (1967) y Tatuaje (1967). Por su lado, EDGAR REITZ no firmaría su obra maestra hasta 1987, veinte años después de su primer largo La insaciable –premio al mejor trabajo debutante en Venecia—, gracias a Heimat, una monumental pieza de quince horas traducida en una nueva aproximación, poética y realista, al pasado germano.

Formando ya parte de la segunda generación del Nuevo Cine Alemán, nacida en plena guerra mundial, probablemente sea WERNER HERZOG, galardonado, como Kluge, en 1968, sólo que con el Oso de Oro en Berlín y de la mano de Signos de vida (1967), quien más se merezca el título de autor visionario entre los jóvenes directores germanos, a causa de sus alucinadas epopeyas-límite protagonizadas por personajes megalómanos tendentes al delirio autodestructivo. Por ejemplo, en su citado primer largometraje, un soldado alemán de las fuerzas de ocupación en Grecia acabará enloqueciendo cuando cree divisar innumerables molinos de viento a lo lejos. Y qué decir de Aguirre, la cólera de Dios (1972), retrato del arrebatado conquistador vasco Lope de Aguirre, en rebelión contra la Corona española en medio de la selva amazónica (el paisaje actúa en Herzog como marco mítico del relato), que le valiera a su autor su definitiva revelación internacional y convirtiese al inefable Klaus Kinski, alter ego de Herzog, en actor estrella. Referencia indispensable de la cinematografía europea contemporánea, igualmente debemos a Herzog tallas de los quilates de la personalísima También los enanos empezaron pequeños (1970), donde un grupo de enanos se levanta contra su injusto encarcelamiento sembrando el caos, y El corazón de cristal (1977), bellísimo filme parabólico en torno a la locura desatada en una pequeña localidad de la Baviera del siglo XVIII alrededor del secreto de la fórmula del cristal rubí.

Con sus 47 filmes realizados entre 1969 y 1982, el más prolífico de todos estos autores es, sin duda, RAINER WERNER FASSBINDER, prematuramente fallecido en accidente automovilístico. Periodista, escritor, director teatral, actor y cineasta, Fassbinder cimentó su personal estilo fílmico entreverando el Kammerspiel con cierto sentido del melodrama cinematográfico norteamericano, mostrando una impasible frialdad distanciada, amarga e irónica a un tiempo, hacia el componente melodramático. Desde esta sensibilidad alzó parte importante de sus historias de personajes desheredados por el milagro económico alemán, como bien acertó a cristalizar en 1972 con Las amargas lágrimas de Petra von Kant, uno de los títulos imprescindibles del Nuevo Cine Alemán. A Todos nos llamamos Alí (1973) siguió Effie Briest (1974), compleja adaptación de la novela de Theodor Fontane, en la que trabajó sobre la desautomatización –sin eludir por ello el homenaje— de los mecanismos de la ficción folletinesca de época. Si la ambiciosa Desesperación (1977) supone la mayor estatura industrial alcanzada por el cine fassbinderiano, El matrimonio de Maria Braun (1978) constituye su más grande éxito, hasta el punto de convertirse en todo un clásico del cine germano, con su historia de una mujer cuyo afán de supervivencia a toda costa corre paralelo al resurgir de Alemania de entre sus propias cenizas.

Pareja a la de Herzog y Fassbinder es la importancia de WIM WENDERS, de quien suele decirse es el más cosmopolita de los autores del Nuevo Cine Alemán. Desde su inicial colaboración con el escritor y realizador Peter Handke en El miedo del portero ante el penalty (1971) hasta Pina (2011), Wenders ha trazado una trayectoria cinematográfica que ha acabado nadando arriesgadamente entre dos aguas: las de la de
sdramatizadora apertura narrativa de sus orígenes, tendente a la descompresión de la acción mediante la estricta representacionalidad (episodismo, dilatación, externalidad…), y las del funcionalismo de la narratividad al uso con marcadas líneas dramáticas. Pueden considerarse como una de las cimas del Nuevo Cine Alemán el tríptico conformado por Alicia en las ciudades (1974), Falso movimiento (1975) y En el curso del tiempo (1976), todas protagonizadas por el actor Rudiger Vogler, en las que se lleva a cabo una personal reinvención del subgénero de la road movie; al igual que El amigo americano (1977), una más que sobresaliente adaptación de Patricia Highsmith, depositaria de una sensibilidad plástica y metafórica difícilmente descriptible.

De esta segunda hornada del Joven Cine Alemán merecen ser consignados PETER LILIENTHAL (Malatesta, 1969), HARUN FAROCKI (El fuego inextinguible, 1969), HANS JÜRGEN SYBERBERG (Ludwig, réquiem por un rey virgen, 1972) y WERNER SCHROETER (La muerte de María Malibrán, 1972), siendo estos dos últimos aplicados estudiosos de la confluencia cine-teatro en una línea de trabajo parecida a la de Fassbinder. Tampoco hay que olvidarse de REINHARDT HAUFF (El embrutecimiento de Franz Blum, 1974), PETER HANDKE (La mujer zurda, 1978), o MARGARETHE VON TROTTA (El honor perdido de Katharina Blum, 1975; El segundo despertar de Krista Klages, 1978), cabeza visible de una corriente militante de realizadoras feministas, siempre cuestionadora de los estereotipos en la representación de la mujer en la pantalla. 

 

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