A principios de la década de los 50 el grueso del cine español presentaba una más que notable mediocridad global. El esclerotizado conformismo de la estrecha industria cinematográfica española no ofrecía alternativa alguna a la malsana preponderancia de los consabidos derroteros tradicionales, tendenciosamente jalonados de gloriosas epopeyas heroicas, paroxísticos melodramones, talentosos niños prodigio y bufonadas varias. Se trataba, pues, en (acertadas y célebres) palabras de Juan Antonio Bardem, de un cine “políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico”.
Por aquel entonces, la influencia del neorrealismo italiano en España se circunscribía prácticamente a ese espléndido precedente prístino del Nuevo Cine Español titulado “Surcos” (José Antonio Nieves Conde, 1951); mientras que la lucha por escapar de un falso cine español y acercarse a la auténtica realidad social del país estuvo protagonizada, durante los 50, por dos personalidades aisladas a contracorriente de lo preestablecido, las dos grandes esperanzas blancas de un utópico cambio, que constituyeron el verdadero pórtico de ese nuevo cine próximo: el ya citado Bardem y Luis G. Berlanga, cuyas obras eran tenidas en cuenta en los festivales internacionales y comentadas en las páginas de las más reputadas publicaciones especializadas de Europa. A Bardem y Berlanga debemos “Esa pareja feliz” (1951); “Bienvenido Mr. Marshall” (1951), galardonada en Cannes y altamente celebrada por el mismísimo Cesare Zavattini; “Muerte de un ciclista” (1955); “Calabuch” (1956); “Calle mayor” (1956); “Los jueves milagro” (1957); “La venganza” (1957)… Y si a ello añadimos que el influjo, a la postre inevitable, del cine neorrealista italiano sobre la nueva generación de realizadores españoles propició que la década de los años 50 se cerrase con un puñado de películas comprometidas con lo real, como “El pisito” (Marco Ferreri, 1958), “El cohecito” (ídem, 1959), “Los chicos” (ídem, 1959) y “Los golfos” (Carlos Saura, 1959), no cabe extraer otra conclusión que la de que, pese al rancio anquilosamiento generalizado del conjunto fílmico español, se transparentaba cada vez más la irrevocable confirmación de la necesidad de un cine que rompiera con la imperante obsolescencia oficialista, en sintonía con aquellos vientos de renovación que al filo de los 60 soplaban de la mano de la Nouvelle Vague francesa, el Free Cinema inglés, los Nuevos Cines Socialistas, la Escuela de Nueva York, el Nuevo Cine Latinoamericano, etc.
Entremedias, se había producido otro de los factores clave que hicieron posible la aparición del Nuevo Cine Español: las Conversaciones Cinematográficas Nacionales de Salamanca, las cuales fueron convocadas para abordar los problemas que aquejaban al cine nacional de entonces y acabaron siendo una suerte de manifiesto teórico acerca del proyecto del Nuevo Cine Español. En el llamamiento escrito por Eduardo Ducay y Ricardo Muñoz Suay podían leerse cosas como las que siguen: “El cine español vive aislado. Aislado no sólo del mundo, sino de nuestra propia realidad… El problema del cine español es que no tiene problemas, que no es ese testigo de nuestro tiempo que nuestro tiempo exige a toda creación humana…”. Un llamamiento que concluía así: “El cine español está muerto. ¡Viva el cine español!”.
A pesar de estar en peligro de suspensión desde su misma convocatoria (llegaron incluso a estar prohibidas), las Conversaciones de Salamanca se celebraron entre los días 14 y 15 de mayo del año 1955, recogiéndose sus conclusiones generales en nueve puntos principales: adquisición de una personalidad nacional (más) real; necesidad de apoyo del Estado a un cine estéticamente valioso, con calidad artística o interés nacional y que encare temas de importancia; urgencia de revisión del Derecho cinematográfico; requerimiento de protección económica estatal; necesidad de una crítica honesta e independiente; creación de la Federación de Cineclubs y eliminación de la censura para sus proyecciones; el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC) debe ser la cantera fundamental de técnicos y artistas de la industria cinematográfica; exigencia del fomento del cine documental; necesidad de la aportación de los intelectuales españoles y, por extensión, de la Universidad. Las Conversaciones de Salamanca conocieron una tan enorme como impensable resonancia. A raíz de la publicación de sus conclusiones la polémica se extendió a la prensa diaria y especializada. A (casi) todas luces era necesario, pues, un cambio en el cine español que lo enriqueciese, validase y universalizase a partir de una mejor entendida conciencia nacional. Urgía la existencia de un cine germinado de las semillas plantadas en Salamanca, atento a la realidad de España y elaborado por nuevas generaciones de cineastas al margen del triunfalismo acomodaticio de la industria.
Otra de las causas generadoras del Nuevo Cine Español fue la llegada de José María García Escudero a la Dirección General de Cinematografía, un hombre de talante dialogante, no mal considerado dentro de los sectores progresistas, que había estado presente en Salamanca. Sus dos mayores preocupaciones se centraban en la censura y la protección de los jóvenes realizadores. García Escudero intentó articular para el cine español un modelo censor que delimitase más concretamente las fronteras de lo posible y explicitase las reglas a fin de orientar a censores, directores, productores, distribuidores y exhibidores. Así, se nota una tímida liberalización de las normas de censura establecidas en 1963 dentro de la reforma del marco legal por aquella época en curso. No obstante, los condicionamientos derivados del control ejercido por la infatigable censura se dejaron sentir ostensiblemente. De igual manera, en agosto de 1964 una orden ministerial activa un nuevo sistema de protección al cine español, dirigido sobre todo a filmes declarados de Interés Especial, que permite la amortización del cine auspiciado o, en su defecto, más o menos tolerado por el franquismo.
La cosa es que la nueva administración, con Manuel Fraga Iribarne a la cabeza del Ministerio de Información y Turismo y con José Mª García Escudero al frente de la Dirección General de Cinematografía, se topa con toda una generación empeñada en acceder a un cine español de distinto carácter, a un cine español con sed de renovación y decidida aspiración de emparentarse con las últimas tendencias fílmicas europeas y americanas.
Aunque los límites cronológicos del Nuevo Cine Español se establecen a lo largo de la década de los 60, puede decirse que es entre 1962 y 1967 cuando se configura su núcleo básico. Cabiendo asimismo afirmar que su período de mayor esplendor el que va de 1964 a 1966, a tenor de los títulos de significación producidos entre uno y otro año. A partir de 1960 salen ya del IIEC, luego transformado en la Escuela Oficial de Cine (EOC) a partir de 1962, promociones de la mayor solvencia: los paladines de la inminente Nueva Ola española que estaba por llegar. En 1960 se convierten académicamente en cineastas gente como Miguel Picazo, Manuel Summers, Basilio Martín Patino o José Luis Borau, cuyas respectivas prácticas fin de carrera (“Habitación de alquiler”, “El viejecito”, “Tarde de domingo” y “En el río”), de una tonalidad definible como realismo crítico intimista, son presentadas en una sesión matinal en el Palacio de la Música con una notable aceptación de público. Señalemos de paso que también de 1960 son dos documentales que prueban un acercamiento de índole realista a las cuestión social: “Notas sobre la emigración española” (Jacinto Esteva) y “A través de San Sebastián” (Elías Querejeta y Antonio Eceiza). Volviendo a los realizadores titulados, en 1961 firman sus prácticas de fin de curso Julio Diamante (“Lágrima del diablo”), Horacio Valcárcel (“La cinta”) y José Luis Vitoria (“Despedida de soltero”). Y en 1962 hacen lo propio Antonio Mercero (“Trotín Troteras”, pieza breve celebradísima en su día), Mario Camus (“El borracho”), Francisco Regueiro (“Sor Angelina virgen”), Manuel López Yubero (“Diario íntimo”) y Javier González (“A las diez y media”).
Es cierto que en idéntico año de 1962 debutan en el terreno del largometraje Julio Diamante con “Los que no fuimos a la guerra”, cinta basada en una narración de Wenceslao Fernández Flórez que conoció una buena recepción crítica en el Festival de Venecia, así como Jorge Grau con “Noche de verano”, un filme cercano a Michelangelo Antonioni premiado en los certámenes de Mar del Plata y Valladolid. Pero lo cierto es que es en 1963 cuando comienza a caminar de hecho el Nuevo Cine Español, cuando obtiene su acta de nacimiento. Porque de 1963 datan la internacionalmente multipremiada “Del rosa al amarillo” (Manuel Summers), “El buen amor” (Francisco Regueiro), “El próximo otoño” (Antonio Eceiza), “Llanto por un bandido” (Carlos Saura), “Los farsantes” y “Young Sánchez” (Mario Camus), ésta última basada en un relato de Ignacio Aldecoa. Obras tras las que vinieron entre 1964 y 1966, como ya hemos apuntado, los más estimables títulos del movimiento cinematográfico que nos ocupa. Veamos. De 1964 son “El espontáneo” (Jorge Grau), “La niña de luto” (Manuel Summers), “Los felices 60” (Jaime Camino) y “La tía Tula” (Miguel Picazo), probablemente la obra cumbre del Nuevo Cine Español. En 1965 fueron realizadas las espléndidas “El juego de la oca” (Manuel Summers), “Nueve cartas a Berta” (Basilio Martín Patino), “Con el viento solano” (Mario Camus) y “La caza” (Carlos Saura). De 1966 es la no menos destacable “La busca” (Angelino Fons). A partir de 1967, por mucho que los directores más emblemáticos luchen por aspirar al posibilismo de la “autoría”, algunos desde la órbita de Elías Querejeta, la verdad es que el espíritu del Nuevo Cine Español empieza a disolverse, mientras éste experimenta simultáneamente un proceso de revisión crítica teórico-práctica.
A juicio de muchos, en permanente contradicción entre sus ínfulas revulsivas en cuanto a lo ideológico y sus formas expresivas, pueden enumerarse a vuela pluma como rasgos esenciales del Nuevo Cine Español su general adscripción a un realismo de inclinación naturalista-costumbrista, su aliento neorrealista tributario de los postulados de Guido Aristarco, su condición de dolorido lamento, su preferencia por la cuestión social y que gran parte de sus títulos fueron usualmente ejecutados sin tener en cuenta a sus potenciales espectadores, de lo que consecuentemente se derivó su habitual el fracaso en taquilla de la mayoría de sus filmes, el rechazo del público y las paulatinas dificultades para poder llegar a las pantallas. Tal debacle comercial forzó, en enero de 1967, la creación de las llamadas salas de arte y ensayo, a fin de proporcionar una vía de exhibición para tales películas, sobre todo a aquellas que asistían a los festivales internacionales y no solían gozar del beneplácito del público celtíbero.
Hay que indicar que desde 1965 cobra cuerpo la llamada Escuela de Barcelona, según se mire, como parte integrante del Nuevo Cine Español o bien como tendencia artística autónoma (Carlos F. Heredero habla de las patentes raíces mesetarias del primero frente a la segunda). Lo que en verdad importa, sin embargo, es que esta corriente catalana supone una manifestación artística paralela al Nuevo Cine Español, aunque de intenciones bien distintas, por cuanto aboga decididamente por la libre investigación estética y la declarada emancipación de los principios naturalistas característicos del foco cinematográfico de Madrid. Los más destacados cineastas y filmes de la Escuela de Barcelona fueron sin duda Vicente Aranda (“Fata Morgana”, 1965), Jacinto Esteva y Joaquín Jordá (“Dante no es únicamente severo”, 1967), Gonzalo Suárez (“Ditirambo”, 1967), Carles Durán (“Cada vez que…”, 1967), Pere Portabella (“Nocturno 29”, 1968)…
El principio del fin del Nuevo Cine Español data de 1967, cuando José Mª García Escudero es sustituido en noviembre por Carlos Robles Piquer en la nueva Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos. Además, la censura cobra renovados bríos, desparece la categoría de Interés Especial, la EOC entra en declive bajo sus nuevos mandatarios y la deuda del Estado con los productores asciende a más de 230 millones de pesetas de la época, con lo que se produce un manifiesto descenso de la producción y con ella, la muerte del Nuevo Cine Español.
Hay quienes otorgan carta de naturaleza al Nuevo Cine Español en tanto que movimiento cinematográfico de existencia verdadera, tal como parece demostrar la aparición aglutinadora, durante los años 60, de un espíritu homogéneo de reformar/ renovar el fosilizado cine de España, de una común estética de cariz realista y de una generación creadora con su correspondiente obra artística. Por el contrario, otros sostienen que el denominado Nuevo Cine Español, con sus más de 20 premios internacionales, no se trató sino de un mero producto surgido del calculado pseudo-aperturismo del régimen franquista de cara a Europa. Ante esto, quizá lo más adecuado sea acogerse a las aseveraciones de estudiosos como Román Gubern [véase Augusto Martínez Torres, Cine español, años sesenta, Barcelona, Anagrama, 1973], para quien “el Nuevo Cine Español fue un cine de inconformismo controlado por el Ministerio de Información y Turismo… los límites impuestos a ese inconformismo fueron los propios de la crónica en clave de crítica menor y naturalista de las costumbres, más que de estructuras político-sociales… La Administración se sirvió de (y financió) este cine a la vez que los jóvenes directores se servían de la Administración para poder realizar sus películas”.