Flint Lockwood, inventor visionario –quizás demasiado— que suele fracasar en sus proyectos, siempre bizarres, trata de encontrar soluciones para vencer el problema del hambre en el mundo. Deseoso de concebir un artilugio que pueda servir a su país y a la humanidad entera, idea una máquina capaz de transformar el agua en comida. Tal ingenio hace llover de súbito hamburguesas con queso y pizzas. Este éxito, bautizado como el más formidable fenómeno meteorológico de la historia, acaba sobrepasando rápidamente a su creador: la población, cada vez más voraz, se entrega a un consumismo gastronómico desenfrenado; la máquina, descontrolada, desencadena una serie de catástrofes climáticas por todo el mundo, desde tempestades de espaguetis y albóndigas gigantescos hasta tsunamis de sandías monstruosas.
Lluvia de albóndigas ha llegado finalmente a nuestras pantallas, envuelta en la aureola triunfal de su taquillazo inesperado en los EE UU, donde hizo llover más de ciento diez millones de dólares dentro de las arcas de sus productores.Phil Lord y Christopher Miller, dos realizadores debutantes, encontraron la materia para su filme en el libro infantil de Judi Barrett, Cloudy With A Chance Of Meatballs, editado con enorme éxito en Norteamérica hace una treintena de años.
Trazo jovial, animación eficaz, ritmo logrado e intención ejemplarizante, en este caso desplegada de una manera tan divertida como inteligente, son las notas distintivas principales de esta producción familiar con un grafismo cuasi manga bastante inspirado. Los más pequeños y los menos jóvenes –padres y adultos en general— quedan bien servidos. Estos últimos gracias a que el filme multiplica los gags de doble fondo y los guiños cómplices, mofándose con malicia astuta de tantas películas de catástrofes, también de la voracidad yanqui. De la visión de Lluvia de albóndigassalimos, pues, convenientemente satisfechos, igual que tras de una buena comida durante la que nos reímos, bebemos y comemos a gusto.