Donde viven los monstruos, es la adaptación del libro homónimo de Maurice Sendak, igualmente productor del filme –junto a Tom Hanks—, que ya fuera objeto de una tentativa de translación en dibujos animados por los estudios Disney en 1983 (algunas de esas imágenes, realizadas por el mismísimo John Lasseter, pueden verse a través de internet). Uno de los diez libros para niños más vendidos de todos los tiempos desde los años 70,esta obra literaria infantil publicada en 1963, no es precisamente célebre por su vertiente de cuento de hadas, sino más bien por su exploración del lado oscuro de las fantasías y de los sueños de los niños.
Por eso, el director, Spike Jonze, viene declarando sin cesar que no se propuso hacer una película para niños, que su intención era hacer un filme sobre la infancia, una historia donde un crío de nueve años intenta comprender mejor su entorno y su mundo, así como algunas emociones suyas conflictivas e incontrolables. De ahí que la mayor parte del largometraje esté filmado con la cámara al hombro para respetar el punto de vista subjetivo del pequeño Max (Max Records). Trabar relación con otros, gestionar sus relaciones con los demás, ese es el reto al que el protagonista se enfrenta, un desafío que, sabemos, continuará luego durante la vida adulta conforme a las bases sentadas en la infancia.
Mecido por una poesía visual palpable a cada plano, Donde viven los monstruos aprehende todo el potencial dramático y onírico del relato de Sendak para ofrecer una visión sin concesiones de la infancia por medio de sus momentos de despreocupación, pero también de sus miedos y heridas. Rehuyendo el estereotipo moral políticamente correcto de cierto cine infantil (como el de Disney, por ejemplo), Spike Jonze zambulle al espectador dentro del torbellino de las emociones cambiantes de un niño, con una energía y una pizca de locura liberadoras dignas del mayor aplauso.