La trayectoria cinematográfica de Terry Gilliam, el miembro americano de los Monty Python, está jalonada de altibajos, pese a su interés incontestable. En ocasiones, su genio visionario se dio de bruces con la realidad, pasando por momentos difíciles que incluso le llevaron a aplazar indefinidamente algunos de sus proyectos. En enero de 2008 tuvo que hacer frente a una catástrofe más: la desaparición trágica de Heath Ledger en medio del rodaje de El Imaginario del Doctor Parnassus. Un golpe demasiado duro del que, pese a su conocida determinación, únicamente se recuperó gracias a la ayuda de Johnny Depp, fundamental para poder concluir el filme.
Si bien es cierto que la sombra de Ledger se proyecta sobre esta obra atípica –de hecho, el largometraje está dedicado a él—, no menos verdad es que, contra toda expectativa, el proyecto llega a trascender su historia caótica para hacer resurgir de sus cenizas al verdadero Terry Gilliam, el creador “loco” para quien solamente existe una única religión: la imaginación. El desorden alegre que parece reinar a primera vista en este verdadero cuento de hadas moderno contribuye a su encanto instantáneo. La esencia misma de la película se presta a la explosión cromática y de lo fantástico, una desmesura que, por otra parte, no respira nunca pretenciosidad alguna.
Resulta difícil no ver en el Doctor Parnassus encarnado por Christopher Plummer al alter ego del realizador, que abre, a quien desee franquearlas, las puertas de su imaginario exhuberante, un mundo imbuido de una dimensión fantástica sin freno, que cada uno es libre de extrapolar como quiera dependiendo de su inspiración. El Imaginario del Doctor Parnassus debe vivirse como lo que es: una especie de viaje en Tiovivo. Ello no impide que posea además rango de obra testamentaria. Excesiva, llena de color, imprevisible, cálida y absolutamente inclasificable en su barroquismo, este canto a la fantasía cuestiona el lugar del artista, del creador, dentro de nuestras sociedades modernas.