En el cine más reciente, algunos directores han vuelto a devolverle la vida a los objetos. Sus films son lecturas epidérmicas de Marcel Proust. Recuerdan en los cromatismos, las fragancias, los sonidos y los volúmenes de cada cosa un tiempo encapsulado, un período en el que un color o un tejido todavía gozaban de prestigio ante los ojos de los espectadores. A su manera, las imágenes que crean son el equivalente de los reportajes fotográficos sobre las casas de famosos, donde todo aguarda en perfecta armonía para ser mirado de forma atenta por alguien. Estos directores son una versión actualizada de Douglas Sirk, Luchino Visconti, Mario Bava o Terence Fisher. Si estos últimos le dieron por primera vez vida a los objetos que hay en los encuadres de un film al hacer un hincapié excesivo en ellos, Wong Kar-Wai continúa esa misma tarea, como hasta hace poco habían hecho Stanley Kubrick o Krzysztof Kieslowski.
Nada de lo que cuentan los directores mencionados hasta ahora, tanto los actuales como los más clásicos, es demasiado novedoso. Stanley Kubrick, por ejemplo, tocó géneros muy dispares, desde el bélico al cine negro, pasando por la comedia o el cine de terror, observando siempre las reglas del juego y al mismo tiempo transgrediéndolas con sus soluciones formales. Algo parecido sucede con los melodramas de Douglas Sirk, diferentes a los de John M. Stahl en pequeños matices como los colores de cada encuadre y su poderosa influencia en el comportamiento de los personajes, que en sus films parecen poseídos por fuerzas extrañas y misteriosas. Tampoco los films de terror de Terence Fisher son originales y sin embargo algo en ellos los hace diferentes a cualquier otro film sobre el mismo tema. De algún modo, estos cineastas y otros muchos sacaron al espectador del letargo en el que le había sumido el cine clásico y le obligaron a ver con nuevos ojos el mismo escenario de costumbre.
Wong Kar-Wai es un equivalente a David Fincher en la actualidad, aunque las distancias culturales le hagan pensar a mucha gente que en sus films hay cine de autor, cuando lo que propone es una revisión de los temas de siempre a través de un formalismo casi decorativo, donde la línea narrativa pasa a ser una simple excusa. En sus elecciones formales hay más de una coincidencia con Quentin Tarantino, interesados ambos en contar lo simple a través de complicadas estructuras más propias de otros cineastas. Por supuesto, nada de lo dicho quiere decir que no haya diferencias entre los dos, aunque menos de las esperables. Lo que sucede es que a Quentin Tarantino es más fácil reducirle porque sus films utilizan personajes e historias mucho más cercanas a los espectadores occidentales, mientras que los films de Wong Kar-Wai hacen a veces uso de una retórica poco conocida fuera del contexto asiático.
La filmografía de Wong Kar-Wai tocó el cine de artes marciales en A fei jing juen (1991) cuando éste estaba en pleno apogeo en Hong-Kong, proponiendo entonces un ejercicio muy en la línea de Tsui-Hark, John Woo o Ronnie Yu, en ningún caso original por sus planteamientos sino ante todo por la pérdida de la espontaneidad de los planos. Se nota en su mirada una falta de interés en la trama, compensada por una mayor atención hacia el diseño de cada plano. Así pues, la vida se desplaza de los personajes, que apenas tienen protagonismo, a los objetos y los espacios, que despiertan de su sueño eterno. Para hablar del cine de Wong Kar-Wai, la crítica normalmente invoca los nombres de Martin Scorsese, Michelangelo Antonioni, Jean-Luc Godard, Rainer Werner Fassbinder, Pier Paolo Pasolini, Robert Bresson o Mikio Naruse, como si por sí sola la obra del realizador de Hong-Kong no fuese gran cosa. De ellos hereda, según parece, una larga lista de soluciones formales. Curiosamente, luego son esas soluciones formales las que de verdad dejan huella cuando se ven los films de Wong Kar-Wai. Nadie se preocupa en exceso por las historias que narran Chungking Express (1994), Fallen Angels (Duolou tianshi, 1995), Happy Together (1997) o Deseando amar (In the Mood for Love, 2001), a no ser por los pequeños detalles, detalles a veces lo bastante significativos como para hacer dudar a la gente sobre pequeñas banalidades, como por ejemplo la supuesta hija de los amantes de Deseando amar (Maggie Cheung y Tony Leung).
Este formalismo casi decorativo es en realidad el mismo filtro burgués de siempre para ver cine proletario. Transforma una historia de amor o cualquier otro tema en un verdadero catálogo de objetos, convirtiendo hasta lo más feo en algo sumamente bello y llamativo. Se silencian los personajes y toman la palabra las cosas. Y en este cambalache el cine pasa de ser un simple esfuerzo narrativo a convertirse en un muestrario materialista de la imagen. Las historias, por tanto, dejan de ser directas, al ser degradadas por el protagonismo de la forma, quedando sólo huellas de lo que se cuenta esparcidas de forma elusiva por los encuadres. Puede decirse que en eso consiste la elección de directores como Wong Kar-Wai para hacer cine. Su forma de concebir el séptimo arte es a través de referencias constantes a objetos exhibidos antes en el cine, en un ejercicio de nostalgia que reclama la actualidad de la belleza demodé. Trajes, atmósferas, cigarrillos, paisajes… Así, los films se transforman en museos, museos donde hay un auténtica amalgama histórica, con objetos provenientes de todas las latitudes y de todas las épocas.
icial, aunque ambos propongan más o menos lo mismo: la belleza de los objetos en films donde las historias son demasiado perezosas como para tener algo nuevo que decir.