Más que realizar un filme sobre la vida, agitadísima, del longevo libertino Lorenzo Da Ponte —quien, por acusación de la Santa Inquisición, tuvo que exiliarse de Venecia a Viena, donde gozó de la protección del emperador José II, partiendo tras la muerte de este hacia Praga y luego Londres para emigrar después a los EE UU—, Carlos Saura prefiere centrar su película en la génesis de la célebre ópera Don Giovanni, atento a las relaciones entre tres figuras emblemáticas del siglo de las luces, como fueron los citados Wolfgang Amadeus Mozart (Lino Guanciale), Giacomo Casanova (Tobias Moretti) y Da Ponte (Lorenzo Balducci). Algo nada nuevo en el cineasta español eso de realizar filmes alrededor de personajes ligados a la música, la danza, la escena, habida cuenta de que su filmografía la engrosan la trilogía musical formada Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986), seguida luego de títulos como Sevillanas (1991), Flamenco (1995), Tango (1998), Iberia (2005), Fados (2007).
Entre evocación y fantasmagoría personal, a medio camino del academicismo y la originalidad, el cineasta español relata, en un largometraje refinado y afectado a un tiempo, los arcanos masónicos de una obra maestra lírica de rico subtexto. La fotografía —sexta colaboración del aragonés con el oscarizado Vittorio Storaro— es en sí misma un regalo para los ojos, trabajada como si de un mimado lienzo pictórico se tratase, bordeando a veces el esteticismo plano. Mientras que la trama argumental, agradable cruce de los destinos de Da Ponte y del personaje Don Juan, que plantea cuestiones de índole moral acerca de los protagonistas, transcurre matrimoniada con esa ligereza del libertino tributaria del libre albedrío a ultranza, con un calado no del todo a tono con el calibre estético del filme. Sin embargo, lo cierto es que Io, Don Giovanni, pequeño fresco de dos horas y pico de duración tan festivas como desenvueltas, hace de la frivolidad de las apariencias un espectáculo placentero, un instructivo divertimento con buen gusto.