El protagonismo cinematográfico de Italia no debe reducirse solamente a esa etapa fundamental del Séptimo Arte que es el Neorrealismo. Puede decirse que la importancia del rol desempeñado por la cinematografía italiana en el concierto del cine mundial se desarrolla, hasta la fecha, en tres movimientos claramente definidos.
Ya en los mismos albores del cinematógrafo, el cine italiano arrojó como resultado un género genuinamente itálico llamado Colosal. Con “Los últimos días de Pompeya” (Luigi Maggi, 1908), “Quo Vadis?” (Enrico Guazzoni, 1912) o esa obra maestra del cine mudo que es “Cabiria” (Giovanni Pastrone, 1913), se plantó la semilla de la que germinó el espectáculo cinematográfico que hoy llamamos “superproducción”. Una grandilocuencia espectacular de la que luego bebieron directores como D. W. Griffith y Cecil B. De Mille, para mayor gloria de la no menos colosal industria de Hollywood.
Después de los fastuosos oropeles del Colosal, Italia abrió al cine las puertas de la modernidad con el Neorrealismo tras la II Guerra Mundial. Con su afán refundacional, anti-retoricista (y, por tanto, anti-espectacular), inconformista, testimonial y crítico, la escuela neorrealista provocó un cambio completo en el lenguaje fílmico, dando el primer golpe a la forma cinematográfica hollywoodiense. El hallazgo de la desconvencionalización del lenguaje del cine fue la demostración palpable de que era posible desarrollar una cinematografía sin grandes medios, posibilitando así la llegada de los países pobres a la expresión cinematográfica. Lo importante pasa a ser, pues, la búsqueda de la verdad, la correspondencia con la realidad. Filmes y directores de esta tendencia fueron “Ossessione” (Luchino Visconti, 1942); “Roma, ciudad abierta” (Roberto Rossellini, 1945), emblema por excelencia del neorrealismo que acaparó la atención del mundo hacia lo que estaba ocurriendo en las pantallas de Italia; “El bandido” (Alberto Lattuada, 1946); “Paisà” (R. Rossellini, 1946); “El limpiabotas” (Vittorio de Sica, 1946); “Alemania, año cero” (R. Rossellini, 1947); “La terra trema”(L. Visconti, 1948); “El ladrón de bicicletas” (V. de Sica, 1948); “Arroz amargo” (Giuseppe de Santis, 1948); “Strómboli” (R. Rossellini, 1949); “Milagro en Milán” (V. de Sica, 1950)…
Después del Neorrealismo, el tercer gran movimiento dentro de la aportación de Italia al concierto del cine mundial es el Nuevo Cine Italiano (en adelante, NCI), consecuentemente inscrito en el marco general de los denominados “Nuevos Cines” europeos (es decir, la Nouvelle Vague francesa, el Free Cinema inglés, el Nuevo Cine Alemán, el Nuevo Cine Español y los Cines Socialistas de los países del Este), que conocieron su apogeo entre 1955 y 1975, aproximadamente.
No cabe duda de que el NCI parte de esa puerta del cine moderno que constituyó el Neorrealismo. De él heredó, entre otras cosas, el sentido del cine como servicio y fenómeno útil, en una lucha constante por ampliar los límites de expresión y libertad, potenciando el planteamiento crítico del filme frente a su dimensión espectacular. De ahí que, al margen de productos de consumo interior de escaso interés, el cine italiano de los años 60 y 70 sea una manifestación cultural incisiva en su función de testigo de su tiempo.
Pero entre los veteranos directores del neorrealismo y los autores del NCI ejercieron de puente dos poderosísimas personalidades fílmicas. Una es Federico Fellini con su inicial “neorrealismo místico” de “La Strada” (1954) y “Las noches de Cabiria” (1956), unos peculiares ropajes realistas que luego darían lugar a agudas críticas sociales, como “Los inútiles” (1953) o “La dolce vita” (1960), y a ambiciosos tour de force estilísticos a la manera de “Fellini 8 y ½” (1962), que derivarían en la brillante riqueza sugestiva de “Roma” (1972) o “Amarcord” (1973). La otra personalidad de tránsito influyente es Michelangelo Antonioni, de la mano de un refinado psicologismo sutil incardinado en una radical investigación estética basada en el plano secuencia en profundidad, la descompresión de la acción y la semantización del espacio vacío y los objetos, de la que pueden ser muestras ilustrativas “La aventura” (1960), “La noche” (1961), “El eclipse” (1962) y “El desierto rojo” (1964), penetrantes crónicas todas ellas de la alienación humana.
Y si el post neorrealismo de Fellini y Antonini significó una transición entre la decana escuela neorrealista y la primera hornada de realizadores del NCI, dentro de éste mismo hay estudiosos que gustan de distinguir –a efectos didácticos- dos promociones principales que de algún modo se dan paso entre sí.
La primera generación vendría integrada por autores como Francesco Rosi, Gillo Pontecorvo, Marco Ferreri, Ermanno Olmi, Valerio Zurlini, Damiano Damiani, Vittorio de Seta, Elio Petri, Pier Paolo Pasolini… En el segundo grupo significativo del NCI encontraríamos los nombres de Marco Bellocchio, Bernardo Bertolucci, Liliana Cavani, los hermanos Vittorio y Paolo Taviani o Ettore Scola.
El napolitano FRANCESO ROSI, firmante de “El desafío” (1959) protagonizado por el asturiano José Suárez, se destacó como cineasta comprometido dentro del cine de preocupación política con “Salvatore Giuliano” (1962), un filme-encuesta, a medio camino del documental y la ficción, en torno a las oscuras circunstancias en que murió el célebre separatista siciliano. La reflexión de cuestionamiento que sobre el sistema democrático llevó a cabo Rosi en “Excelentísmos cadáveres” (1976), la despliega también el versátil DAMIANO DAMIANI en sus filmes, no en vano por eso su obra fue profusamente utilizada por el franquismo en España, donde gozó de una gran resonancia con filmes como el áspero drama siciliano “El día de la lechuza” (1968) y el exitoso thriller “Confesiones de un magistrado” (1970), interpretada por Franco Nero. Aunque lo cierto es que Damiani ya demostró saber manejar la acritud desde su ópera prima “El lápiz de labios” (1960).
El interés por la política y la indagación en sucesos poco claros igualmente la despliega GILLO PONTECORVO en “La batalla de Argel” (1966), importante docume
nto colectivo de la guerra de independencia argelina protagonizado por el mismo Yacef Saadi; la anticolonialista fábula revolucionaria encabezada por Marlon Brando “Queimada” (1969); y “Operación Ogro” (1979), centrada en la reconstrucción del atentado de ETA que en 1973 le costara la vida al jefe del gobierno franquista, el almirante Carrero Blanco.
Otro realizador comprometido políticamente con la izquierda desde el cine de denuncia tan popular en la Italia de los 60-70, es el romano ELIO PETRI, cuyas obras más destacadas son la adaptación de la novela de Leonardo Sciascia “A cada uno lo suyo” (1966); la popular, polémica y oscarizada “Investigación sobre un ciudadano libre de sospecha” (1969); y “La clase obrera va al paraíso” (1970), título que confirmó aún más si cabe a Gian Maria Volonté como enseña del cine europeo de izquierdas.
El indefinible MARCO FERRERI había iniciado su carrera como director en España, de la mano de obras escritas por Rafael Azcona, como “El cochecito” (1960). Ese contacto con la cultura española orientó su mirada fílmica a través de la lente de lo grotesco, lo cual le lleva progresivamente a encaminarse, por medio de la exasperación de lo real, hacia la abstracción, que pone de manifiesto su filme de sketches “Marcha Nupcial” (1966), dando paso al cine desprovisto de conexiones de “Dillinger ha muerto” (1969), para transitar luego la versión italiana del angustioso caos bien organizado de Kafka en “La audiencia” (1971), antesala de la enorme notoriedad internacional de “La gran comilona” (1973).
Otra figura de potente carisma del NCI es el célebre escritor y realizador PIER PAOLO PASOLINI, responsable, entre otras, de “Accatone” (1960), “Mamma Roma” (1963) y Porcilga (1969), que postulaban un “cine poesía” contrapuesto al “cine de prosa” de estirpe rohmeriana, mediante la reinvención estética de los destemplados ámbitos, tipos e idiolectos de la periferia suburbial de Roma, siempre bajo el despliegue de un ácido discurso contracultural. Su poética trata de continuarla su ayudante de dirección Sergio Citti en “Ostia” (1969), acudiendo al equipo humano e imaginario artístico del finado artista romano.
MARCO BELLOCCHIO es uno de los más controvertidos representantes del llamado realismo crítico, con filmes declaradamente militantes, como la negra sátira familiar “Las manos en los bolsillos” (1965) y la comedia anticlerical “En el nombre del padre” (1971). Junto a Bellocchio descuella BERNARDO BERTOLUCCI, si bien su caso resulta más complejo, interesante y valioso. Con 21 años firma un debut marcadamente pasoliniano en la forma, “La commare secca” (1962), que en romagnolo significa “la muerte”, el cual gira en torno al asesinato de una prostituta en un suburbio romano y la posterior reconstrucción del caso a cargo de las diversas versiones de los implicados en él. Pero del “cine poesía” pasoliniano de su inicio, Bertolucci bascula hacia un cine más cercano en lo teórico y lo político a Jean-Luc Godard con “Antes de la revolución” (1964). Esta obra, que lo sitúa como una de las más firmes promesas del cine mundial, fue un éxito rotundo cuando se estrenó en la Francia de 1968 –en plena revuelta estudiantil–, tal vez a causa de su sentido de anticipación al presentar un acertado retrato del intelectual burgués que no triunfa en su intento de rebelión contra su propia clase. Tras esta importante película Bertolucci nos daría nuevas muestras de su talento con “Partner” (1968), “El conformista” (1970), el legendario filme “El último tango en París” (1972) y ese magnífico fresco histórico titulado “Novecento” (1976), donde al magisterio de Pasolini y Godard añadiría el de Visconti.
No queremos dejar de mencionar tampoco en este somero repaso sumarial al NCI el filoneorrealismo psicologista del Valerio Zurlini de “La chica con la maleta” (1960), el lirismo lombardo de “El árbol de los zuecos” (1978) de Ermanno Olmi, el talante naturalista del Vittorio de Seta de “Banditi a Orgósolo” (1960) o “Padre, padrone” (1977), el violento drama rural de los hermanos Taviani.