La condesa descalza, de Joseph L. Mankiewicz. Por Tanja Pérez Hunte (13/09/2010).

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Inspirada de lejos, tal y como reconocía su propio director, en la figura de Rita Hayworth, que era de origen español (se llamaba en realidad Margarita Carmen Cansino), llegó a erigirse en una gran estrella de Hollywood y fue princesa al contraer matrimonio con Ali Khan, La condesa descalza (The barefoot Contessa, Joseph L. Mankiewicz, 1954) narra la historia de la ficticia bailarina española María Vargas, conocida luego como la rutilante actriz cinematográfica María D’Amata, futura condesa María Torlato-Favrini.

Articulada en torno a seis flash backs subjetivos correspondientes a tres puntos de vista distintos, la película que nos ocupa constituye una irónica versión del cuento de Cenicienta en el que tienen cabida, al mismo tiempo, un inmisericorde análisis del mundo hollywoodiense centrado en la crítica implacable a los grandes ejecutivos de los estudios, una briosa diatriba contra la hipocresía y las apariencias y, hasta donde la censura lo permitió, un nada amable retrato de la frívola Jet Society así como de una ociosa aristocracia en vías de extinción.

Sin embargo, para muchos de los que la admiramos, La condesa descalza será siempre ante todo el sensible, elegante, relato de la amistad entre un hombre y una mujer. O lo que es lo mismo, entre Harry Dawes (Humphrey Bogart) y María Vargas (Ava Gardner), dos seres unidos por una relación cimentada en el respeto, la comprensión y la sinceridad, que, además, tienen en común un rabioso afán por buscar y preservar la libertad, independencia, autenticidad e integridad propias en un mundo dominado por la corrupción, el fariseísmo y la modulación de las relaciones humanas en función de criterios económicos.

Y es que cómo olvidar esa serie de maravillosos momentos que el filme de Mankiewicz nos proporciona con esa impagable virtud, tan característica de los maestros del cine clásico americano, consistente en contar grandes cosas por medio de la sencillez, la contención y la sutileza. Nos referimos, entre otros, a ese cálido abrazo, largamente sostenido, entre Harry y María cuando ésta encuentra a aquél localizando exteriores en Roma; a esas conversaciones íntimas en las que ambos se confiesan sus interioridades simplemente porque necesitan decírselas; a María, feliz en el día de su boda, necesitando contemplar a través de un postigo, tras la despedida, cómo Harry se aleja por el jardín; o, sobre todo, a la manera en que, esperando la llegada de la Policía, Harry Dawes —director de cine ex alcohólico que ha logrado remontar el vuelo de la vida, entre otras razones, por haberse topado con María— descalza delicadamente el cadáver de su amiga (sus pies desnudos eran el símbolo de la fidelidad a sí misma) y lo incorpora para recostarlo sobre su pecho mientras, suavemente, coge una de sus manos con infinito amor de amigo.

En un determinado pasaje de La condesa descalza, Harry Dawes, uno de los personajes favoritos de Joseph L. Mankiewicz por lo mucho que había en él de sí mismo, le espeta a su detestable y millonario productor Kirk Edwards (Warren Stevens): «Pero sí tendrás que admitir que existe algo más posible entre un hombre y una mujer aparte de las exiguas y simples relaciones fisiológicas que tú conoces», unas palabras que, por extensión, pueden gritársele, desgraciadamente, al cine que se viene realizando en los últimos tiempos.

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