Las prescripciones peligrosas
Efectos secundarios, de Steven Soderbergh
Por José Havel
Steven Soderbergh fue aclamado en el pasado Festival de Berlín por Efectos secundarios (2013), obra a la que el ecléctico autor de títulos como Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989) o Traffic (2000) considera la última de su filmografía antes de consagrarse a la pintura, aun cuando pudo simultanear su rodaje con la realización de Behind the Candelabra, biopic HBO del popular pianista Liberace en actual fase de posproducción.
Filme de aliento hitchcock-polanskiano sobre los tejemanejes y la corrupción de la industria farmacéutica, Efectos secundarios se dispara argumentalmente desde el personaje de Emily (Rooney Mara), mujer de Martin Taylor (Channing Tatum), un ejecutivo de Wall Street recién salido de prisión tras haber cumplido condena de cuatro años por un delito bursátil de información privilegiada. Tal anómala situación doméstica ha provocado en la mujer —ya tratada de depresión con anterioridad— trastornos graves, impulsos suicidas. Entonces el doctor Jonathan Banks (Jude Law), su nuevo terapeuta, decide prescribirle Ablixa, psicofármaco experimental que un gran laboratorio le ha encargado testar con pacientes. Pero lo hace con el beneplácito de la antigua psiquiatra de Emily, Victoria Siebert (Catherine Zeta-Jones). La medicación es tan fuerte que la sonambulizada Emily dice no recordar nada cuando su marido aparece apuñalado con sus huellas en el arma homicida. Al atraer el destino trágico del joven matrimonio la atención de los medios de comunicación, el doctor Banks queda expuesto en el ojo de un huracán de turbio origen.
El “último” filme de Soderbergh es uno de esos thrillers de la paranoia con vocación de compromiso social. Muestra preocupación hacia el uso masivo de los antidepresivos en EE UU, país donde la publicidad de tales productos prolifera a discreción. Algo muy inquietante, habida cuenta de lo sesgada que puede resultar la publicidad, capaz incluso de modificar nuestra relación con los medicamentos, normalizándola —a demanda del sistema— mediante la venta de un artificial equilibrio constante entre felicidad y tristeza, entre paz y ansiedad.
Una película comprometida y seca, de esas bien fabricadas, hechas con tiralíneas, sin ningún plano de más. Pura fruición fílmica en su manipulación del espectador, en su juego de claroscuros con las apariencias, los equívocos, los giros narrativos y las convenciones del cine negro, Efectos secundarios admite una lectura retrospectiva, soporta ulteriores visionados: ciertos planos y lances cobran nueva luz cuando comprendemos adónde quería llegar su director. De lo mejor y más entretenido (hay sorpresón colateral) de Steven Soderbergh.