Poblado de desbrujulados vitales, seres desarraigados y personas con la sensibilidad en carne viva, el cine de Fatih Akin pudo conmovernos hasta ahora, pero no hacernos reír con obras como Contra la pared (2004) o Al otro lado (2007), nada hilarantes.
En Soul Kitchen el cineasta germano-turco se permite una tregua de liviandad, en forma de comedia amical a varios niveles. Para empezar, su actor principal y coguionista, Adam Bousdoukos, es un amigo de siempre. Y, luego, el largometraje no trata de otra cosa que de la amistad y la comunidad enfrentadas a la brutalidad inmisericorde del mundo, pues el protagonista Zinos, joven restaurador de Hamburgo, por muy criatura de comedia que sea, nunca deja de ser un personaje a lo Fatih Akin: un inmigrante turco, a menudo cuerpo extraño dentro de la sociedad alemana; un tipo irrisorio y conmovedor, pateado por la vida.
Zinos pasa una mala racha. Sufre de hernia discal y su restaurante, el Soul Kitchen del título, hemorragia de clientes por culpa de la filosofía culinaria del nuevo chef Shayn (Birol Ünel, el Cahit de Contra la pared), talentoso aunque difícil. Para colmo, su cien por cien germánica –alta, rubia, burguesa— novia Nadine (Pheline Roggan) se va a vivir a Shanghai, aparentemente por motivos laborales. Entonces Zinos decide ir a buscarla a China, por lo que confía el restaurante a su hermano Illias (Moritz Bleibtreu), un ex convicto igual de encantador que irresponsable, quien se juega el local contra un promotor inmobiliario mafioso.
Fatih Akin instala un suspense tragicómico, mitad sentimental, mitad policíaco, alrededor de la supervivencia del Soul Kitchen. Esta vez desde la sonrisa, nos retrata la Alemania contemporánea en su efervescencia y sus aspiraciones contradictorias, poniendo corazón y calidez en su propuesta, generosa pero con soluciones no siempre felices pese a su optimismo –por previsibles y convencionales, incluso ingenuas—, en lo que se postula como plasmación de una realidad compleja y azarosa.