Los Nuevos Cines del Este: El cine que surgió del frío. Por José Havel (11/02/2001).

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La crónica de un deshielo

El escritor y periodista ucraniano Iliá Grigórievich Ehrenburg publicó en 1954 El deshielo, una novela prohibida al año siguiente por eludir las directrices oficiales de Moscú. Desde entonces su título acuño el término después utilizado para designar el período de “desestalinización” de la política soviética tanto en la U.R.S.S. como en las distintas naciones satélites del bloque socialista. En consecuencia, siempre se suele echar mano de la etiqueta “deshielo” para hablar de los Nuevos Cines de los países de la Europa del Este, ya que protagonizaron un paulatino desmarque de los preceptos del Realismo Socialista, nombre bajo el que la Unión Soviética emitió en 1932 una férrea doctrina estética, política y social acorde con el espíritu de la Revolución.

Los paradigmas del Realismo Socialista, cada vez más alejados de los problemas reales de su época, llegaron a extremos delirantes, infligiendo una profunda crisis creativa a las cinematografías de la órbita soviética, hasta que el panorama se descongeló a partir de la muerte de Stalin en 1953. Una de las pocas derivaciones positivas del burocratizador modelo de nacionalización impuesto por la U.R.S.S. fue la creación de escuelas de cine, de las que, paradójicamente, salieron las nuevas hornadas de cineastas que sacaron a sus respectivas cinematografías de la penosa decadencia provocada por el Realismo Socialista. Estos Nuevos Cines de la Europa Oriental dieron lugar a una producción que, en efecto, significó todo un deshielo. Así sucedió, por ejemplo, en la extinta U.R.S.S., Polonia, la antigua Checoslovaquia, Hungría o la desaparecida Yugoslavia, tal vez los ejemplos más importantes al respecto.

U.R.S.S.

Rodada en el novedoso Sovcolor, El 41 (1956), de GRIGORI CHUKHRAI,obtiene en Cannes el Premio Especial del Jurado con su trágica historia de amor entre una guerrillera del Ejército Rojo y su prisionero, un oficial de las tropas blancas, donde la disciplina revolucionaria ya entra en fricción con las emociones personales. En el siguiente Festival de Cannes, MIKHAIL KALATOZOV recibe la Palma de Oro gracias al virtuoso formalismo de su Cuando pasan las cigüeñas (1958), todavía bastante puritana. Muy superior a estos filmes, primerizos en romper el dogmatismo de la era stalinista, resulta La balada del soldado (G. Chukhrai, 1959), todo un clásico ruso que, igualmente premiado en Cannes, habla del horror de la guerra desde un abierto antimilitarismo.

Aunque, aparte de los mencionados, existen realizadores de interés (SERGEI Y. PARADJANOV, IGOR TALANKIN, ANDREI KONCHALOVSKI, NIKITA MIKHALKOV, TOLOMUSH OKEYEV, OTAR IOSSELIANI, GLEB PANFILOV, etc.), lo cierto es que no es sino ANDREI TARKOVSKI la figura señera. Muerto prematuramente en plena madurez creativa, Tarkovski se ha convertido, con su cultivo de un cine trascendental en pos de lo absoluto, en uno de los más imprescindibles creadores de la historia del cine. Su opera prima La infancia de Iván (1962) se alzó con el León de Oro del Festival de Venecia, lanzándolo como el líder de una nueva estirpe de cineastas soviéticos. De ella Jean-Paul Sartre escribió, en una carta dirigida al rotativo italiano L’Unità, que era “una de las películas más bellas que yo he podido ver en el transcurso de los últimos años”. Obra a favor de la libertad del ser humano y en lucha contra la guerra, su protagonista es un niño, terrible y enternecedor a la vez, convertido en una máquina de violencia a raíz del aniquilamiento de todos los suyos a manos de los soldados nazis. A continuación, Tarkovski se superaría a sí mismo con la posterior Andrei Rublev (1966), imponente fresco histórico centrado en el famoso monje pintor de iconos del siglo XV; algo que volvería a lograr con la posterior El espejo (1976), sin duda uno de los filmes fundamentales de la cinematografía mundial, con su empleo de recuerdos fragmentarios de la infancia y de poemas de su padre Arseni para esculpir una inefable declaración personal, a su vez perfil de toda una generación. 

 Polonia

Arrasadas sus infraestructuras durante la II Guerra Mundial, el cine polaco se nacionaliza tras la misma, creándose la Escuela de Cine de Lodz, de la cual surgirán jóvenes promociones de cineastas. Con razón se dice que el caso de Polonia es especialmente interesante y dinámico, pues al ser uno de los países del Este más occidentalizados, su cine presenta un insólito sincretismo de formas culturales occidentales y pragmática socialista.

Entre los realizadores del nuevo cine polaco descuella ANDRZEJ WAJDA, cuyas primeras películas, Pokolenie (1954), Kanal (1957) y Cenizas y diamantes (1958), integran una trilogía que narra la historia polaca de posguerra, abordando problemas morales surgidos del dilema entre la elección individual y la acción política. Tanto Kanal, premiada en Cannes, como Cenizas y diamantes son dos auténticos clásicos, no ya de la cinematografía polaca, sino de la mundial. La primera refleja las últimas horas de un grupo de la Resistencia, durante el levantamiento de 1944, por entre las ruinas y las cloacas de Varsovia. La segunda, situada en las horas que siguen a la liberación de Polonia, expresa el desconcierto existencialista del héroe moderno, al que incorpora Zbigniew Cybulski, conocido en su día como “el James Dean polaco” y muerto accidentalmente en 1967 cuando intentaba subir a un tren.

También fallecido en accidente, en este caso de tráfico, ANDRZEJ MUNK dirige uno de los grandes filmes del cine europeo de la é
poca, la por él inacabada La pasajera (1961), historia de una antigua oficial nazi de la SS huida a Iberoamérica que, a su regreso a Alemania varios años después, se cruza con la que parece ser una antigua prisionera suya en un campo de exterminio. Esta obra maestra, en la que la memoria determina la vida de víctima y verdugo, fue concluida por el grupo Kamera mediante fotografías.  

Surgido de la segunda generación de la Escuela de Cine de Lodz, ROMAN POLANSKI, actor y director de cine polaco nacido en París, ha sabido erigirse en una de las más destacadas personalidades fílmicas internacionales, desarrollando su labor en industrias de diversos países con interesantes estudios sobre diferentes formas de horror. Su primer largometraje como director, El cuchillo en el agua (1962), historia de un tenso triángulo amoroso circunscrito al huis-clos de un velero, despertó el interés mundial de la crítica. Ello le valió el pasaporte para trabajar en Gran Bretaña. Allí rodó títulos como Repulsión (1965), retrato de una personalidad psicopática femenina encarnada por la francesa Catherine Deneuve, o Callejón sin salida (1966), otra narración ubicada en un claustrofóbico espacio aislado.

Después de Wajda, Munk y Polanski, deben citarse los nombres de gente como JERZY SKOLIMOWSKI (La barrera, 1966) y KRZYSTOF ZANUSSI (La estructura de cristal, 1969). Tampoco debe olvidarse que el extraordinario desarrollo de la industria cinematográfica polaca posibilitó asimismo la existencia de algún que otro clásico en régimen de superproducción. Dos claros ejemplos son El manuscrito encontrado en Zaragoza (WOJCIECH J. HAS, 1964), brillante adaptación de la novela de Jan Potocki que fluye desde la sugerente fantasía onírica y el desparpajo de una picaresca erótica; o Faraón (JERZY KAWALEROWICZ, 1966), alegoría sobre el contemporáneo conflicto entre Estado e Iglesia ambientada en el antiguo Egipto. Anteriormente, Kawalerowicz había firmado la conmovedora Madre Juana de los Ángeles (1960), a propósito del histórico caso de unas monjas “endemoniadas” de Loudon en el siglo XVII. 

 

Checoslovaquia

 

La tradición cinematográfica checoslovaca hunde sus raíces en la segunda década del siglo XX, con lo cual la nacionalización de 1945 contaba con un buen punto de partida. De la mano de la liberalización sociopolítica de Alexander Dubcek, artífice de las reformas pre-gorbachovianas de la llamada Primavera de Praga del 68, irrumpió una suerte de Nueva Ola checa de gran repercusión internacional (26 premios en varios festivales durante 1966), coincidiendo con el declive de la escuela polaca. Al margen de los directores de animación JIRI TRANKA o KAREL ZEMAN, deslumbran a mediados de los 60 una serie de autores consignados a continuación.

Desde un exploratorio tiempo potencial que debe mucho al magisterio de Alain Resnais, JAN NEMEC narra Diamantes en la noche (1964), volviendo a alcanzar notoriedad gracias a su Oratorio por Praga (1968), notable documental acerca de la invasión soviética que rodó antes de exiliarse. Tras de Pedro el Negro (1964) y antes de El baile de los bomberos (1967), MILOS FORMAN firma en 1965 Los amores de una rubia, una destacable comedia costumbrista en la que un grupo de soldados son conducidos a una fábrica donde trabaja un gran número de mujeres a fin de que las entretengan. Mientras que IVAN PASSER estrena la estupenda Iluminación íntima (1965). Un año después, JIRI MENZEL se revela mediante Trenes rigurosamente vigilados (1966) y VERA CHYTILOVA sorprende a propios y extraños con Las margaritas (1966), filme que, con su desenfadada estética pop, articulada en torno a un argumento de situaciones abiertas protagonizado por dos espontáneas jovencitas,llega a transformarse en el símbolo de ese nuevo país que todos los checoslovacos deseaban.

Estos directores (a los que también cabe sumar a JAN KADAR, ELMER KLOS o EVALD SCHORM) brillaron hasta que la invasión de los tanques soviéticos puso fin, en agosto de 1968, a la fase de libertad de expresión de Dubcek, así como al esplendor cinematográfico checo, fomentando la diáspora (Forman y Passer continuaron su carrera en el extranjero). 

 

Hungría

 

Con un importante pasado vanguardista a sus espaldas, la industria fílmica magiar arroja durante la década de los 60 un estimable grupo de directores: ZOLTAN FABRI (Veinte horas, 1965), ISTVAN GAAL (Remolinos, 1963), JANOS HERSKÓ (Diálogos, 1963), ISTVAN SZABO (La edad de las ilusiones, 1964), ANDRAS KOVACS (Días fríos, 1966), FERENC KOSA (Diez mil soles, 1967), y, sobre todo, MIKLOS JANCSÓ, a bu
en seguro el más relevante de todos ellos desde un
punto de vista renovador. Heredero de la narrativa de Michelangelo Antonioni, Jancsó gusta de componer sus historias en desolados plano-secuencia, como sucede con Los desesperados (1965), relato sobre la represión del campesinado posterior a 1948, Rojos y blancos (1967), crónica sobre el horror de la guerra civil, o Siroco de invierno (1969), que cuenta en una docena de planos la preparación del atentado contra Alejandro I de Yugoslavia por parte de una célula de nacionalistas croatas. 

 

Yugoslavia

 

En cuanto al nuevo cine yugoslavo se refiere, merecen ser mencionado DUSAN MAKAVEJEV, distinguido con el Oso de Plata de Berlín por Inocencia sin defensa (1968) y principalmente conocido por la audacia plástica de sus collages cinematográficos, tan influidos por las corrientes estructuralistas (WR o los misterios del organismo, 1970). Por otra parte, ZIVOJIN PAVLOVIC debe su lugar en el cine al díptico formado por El enemigo (1965) y El despertar de las ratas (1967), premio a la mejor dirección en el Festival de Berlín; y PURISA DORDEVIC,a sus poéticas creaciones a caballo entre el sueño y la realidad, al estilo de La muchacha (1965) o la elocuentemente titulada El sueño (1966). 

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