París, retrato efímero de una ciudad eterna. Por José Havel (16/10/2009).

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Barcelona, Londres, San Petersburgo… son algunos de los lugares en los que Cédric Klapisch rodó sus últimas películas (Una casa de locos, Las muñecas rusas). Con París intenta volver a sus raíces, retornar a casa. Es cierto que siempre hubo mucho de París en su filmografía (Riens du tout, Chacun cherche son chat, Peut-être…), si bien nunca de un modo frontal. Por otra parte, su último largometraje –subtitulable como Retrato efímero de una ciudad eterna, dice su autor— está igualmente realizado a la manera de reacción a la visión negativa que se tiene de la ciudad en cuanto a su connotación snob, pretenciosa, burguesa o antipática, unas vertientes por otra parte existentes.

Para este filme Klapisch hizo llamar a un grupo de actores con los que no pudo trabajar antes, como Juliette Binoche, François Cluzet, Mélanie Laurent, Gilles Lellouche, Albert Dupontel y Julie Ferrier. Rodeado de un reparto importante y variado, con Romain Duris a la cabeza –su actor fetiche—, ejecuta una obra coral en la que busca poner en escena la diversidad. Por esto mismo no todos los intérpretes son conocidos. Aparte de la afición del realizador a descubrir rostros nuevos a cada proyecto, una película titulada París, deseosa de desprender verdad, debe conjugar lo banal con lo monumental, alternar la realidad neutra y cotidiana de algunas partes de la ciudad con la grandiosidad espectacular de otros lugares fuertemente iconizados. De ahí la configuración irisada del casting, en conjunción con dicha estrategia narrativa. El interés del realizador hacia todos está bien nivelado en términos de atención (y ternura) de cara a configurar un caleidoscopio urbano del alma humana, con sus arrebatos de bondad, con sus pequeñas mezquindades también.

¿Adónde van todos esos cables?, se pregunta al inicio uno de los numerosos personajes de este último largometraje de Cédric Klapisch, señalando las múltiples líneas eléctricas que se extienden bajo el cielo. Nos conducen a París, bien sûr, igual que todos los caminos llevan a Roma. Cineasta y personajes redescubren la capital francesa gracias a emociones inéditas en ella y sus gentes, instando a los espectadores a hacer lo propio con sus ciudades respectivas, dentro de una fábula a medio camino del realismo y de la idealización, tan meritoria como irregular, en la que los parisinos se ven sometidos a una cercanía con la muerte  que los impulsa a sentirse más vivos.

La baliza narrativa en medio de la mêlée de historias cruzadas es Pierre (Romain Duris), un bailarín enfermo del corazón quizá próximo a morir, necesitado como está de un transplante urgente. Su grave estado de salud le otorga una mirada nueva y diferente sobre todas las personas que le rodean. El hecho de enfrentarse a la idea de una muerte más que posible revaloriza de súbito la vida, la suya, la de los otros, la de la ciudad entera. El mensaje de esa mirada –la del protagonista, la del director— es eficazmente simple: todo el mundo, pese a la disparidad de orígenes y estatus social, puede convivir con todo el mundo, según ilustra la metáfora –poco sutil, justo es reconocerlo— de las frutas internacionales de Rungis, colosal mercado de productos frescos cuya superficie supera a la del principado de Mónaco.

 

PARÍS (Paris). Francia, 2008. Direccióny guión: Cédric Klapisch. Fotografía: Christophe Beaucarne. Música: Robert Burke, Loïc Dury y Christophe Minck. Montaje: Francine Sandberg. Intérpretes: Juliette Binoche (Élise), Romain Duris (Pierre), Fabrice Luchini (Roland), Albert Dupontel (Jean), François Cluzet (Philippe), Karin Viard, Gilles Lellouche (Franky), Mélanie Laurent (Laetitia), Zinedine Soualem (Mourad), Julie Ferrier (Caroline). Duración: 125 minutos.

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