Ponyo, una pequeña pero voluntariosa niña pez, tiene unas ganas tremendas de escapar del control de su padre Fujimoto para poder conocer el mundo exterior. Así es como, gracias a un incidente, conoce a Sosuke, un niño del que se enamorará y por el que decidirá convertirse en humana…
Pues sí, estamos ante una revisitación del cuento de La sirenita, pero no se trata de una transposición sin más. Hayao Miyazaki, maestro de maestros en esto del cine de de animación, la reinventa, ofreciéndonos una fábula desconcertante y llena de poesía, a la altura de las expectativas siempre puestas en su obra. El fundador del mítico Estudio Ghibli no decepciona con su trazo límpido y sus perspectivas vertiginosas.
Igual que sucedía con los bosques de La princesa Mononoke (1997) o la campiña de Mi vecino Totoro (1988), el mar de Ponyo en el acantilado tiene alma y vibra de magia, cada gota de agua parece esconder una presencia. El océano que Miyazaki magnifica con su arte parece la metáfora perfecta de su universo creativo (homogéneo en la superficie, inagotable y misterioso en sus profundidades), dentro del que nos sumergimos a través de alguno de sus temas definitorios: la conmoción ecológica o la relación del ser humano con la naturaleza, una vez más con dimensiones de conflicto cósmico.
A la magia contribuye también la influencia del shintoísmo, mezcla de animismo y politeísmo, tan característica de los relatos miyazakianos. La inestabilidad biológica de la protagonista, mutación continua del cuerpo y del espíritu de un niño, es la idea poética central del filme. De nuevo (recordemos, por ejemplo, El viaje de Chihiro) son los más jóvenes quienes mantienen un vínculo privilegiado, directo, con lo maravilloso. Por eso todo es posible, y podemos hacernos preguntas como la de si es Ponyo un kami (diosecillo) del mar o una niña en metamorfosis permanente.