Antes del filme Siete psicópatas (2012), antes incluso de su primer largometraje Escondidos en Brujas (2008), realizado con antelación a aquél aunque escrito por idénticas fechas, Martin McDonagh había demostrado su coherencia autoral más allá de las tablas teatrales en Six Shooter, Oscar 2006 al mejor corto. Allí narraba la historia de un hombre (Brendan Gleeson) que regresa a casa en tren pocas horas después de la muerte de su mujer, compartiendo vagón con un muchacho bocazas (Rúaidhrí Conroy) que resulta ser un psicópata armado. McDonagh, reputado cultivador del In-yer-face theatre (Teatro En-tu-cara) —variante extrema del Teatro de la Crueldad, cruda, descarada, provocativa, impactante y de confrontación—, supo formular cinematográficamente su dramaturgia sin menoscabo.
Metido a cineasta, el escritor británico ha logrado trasvasar de modo consecuente su visceral poética dramática al código fílmico. Identificamos en la pantalla ese estilo característico suyo, combinación irónica de un lenguaje irlandés exagerado y grueso con cierto simbolismo primario teñido de humor negro, que muchos consideran una singular fusión de las obras de John Millington Synge —el decimonónico autor cofundacional del Teatro de la Abadía— con los más modernos trabajos de Harold Pinter, Quentin Tarantino, David Mamet o las teleseries cómicas del Reino Unido.
A su recurrente motivo del perturbado peligroso suma ahora Martin McDonagh el tema de la creación en Siete psicópatas. El título de la película lo es asimismo del guión que Marty (Colin Farrell) intenta escribir en Hollywood. Alcoholizado y presa del paralizante miedo a la página en blanco, acepta la ayuda creativa de su amigo Billy Bickle (Sam Rockwell), secuestrador de perros algo majara. Lo suficiente como para ponerlo en contacto con auténticos asesinos en serie, a efectos de documentación, e involucrarlo sin querer en el robo de la mascota de un peligroso gánster local (Woody Harrelson), rapto del que es flemático cómplice el septuagenario señor Kieslowski (Christopher Walken), cobrador de las recompensas.
Se propulsa así un hiperbólico relato metacinematográfico traviesamente recargado de intertextualidad (un aspecto detectable ya en los nombres mismos de los protagonistas: Marty por Scorsese, Bickle por el personaje principal de Taxi Driver, Kieslowski por el director polaco), malicioso en su profusión y abigarramiento —pero también demasiado autoconsciente de su exuberancia—, a partir de múltiples juegos de espejos donde ficción y realidad se entreveran hasta confundirse a golpes de azaroso disparate y de disparatado azar. Posmoderna deconstrucción de cuño tarantiniano, que bascula de la parodia a la épica en su flujo intergenérico (série noir, western, narrativa popular oriental, etc.), Siete psicópatas repiensa el cine desde su acervo tradicional para proyectarlo hacia el porvenir. Divertidamente fascinante.