Procedente de la crítica cinematográfica y con algún que otro panfleto franquista ya en su haber, como Escuadrilla (1941) o Boda en el infierno (1942), Antonio Román realiza, acudiendo al género de aventuras coloniales tan del gusto de Franco —y, en consecuencia, del cine patrio de los años cuarenta—[1], Los últimos de Filipinas (1945) en unos momentos en que la vida cotidiana española se hallaba dominada por la penuria de postguerra y sus correspondientes restricciones, una época en la que España ve suprimido el abastecimiento de gasolina por parte de los aliados y rechazada su adhesión a las Naciones Unidas, es condenada por la conferencia de Postdam y la ONU se muestra favorable a la retirada de embajadores acreditados en Madrid.
De igual modo que Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) debió gran parte de su éxito de taquilla al haber tocado la fibra sensible de una Europa devastada por la II Guerra Mundial con su tenaz ideal de reconstrucción, basado en el "borrón y cuenta nueva", Los últimos de Filipinas se ganó el favor del público español con su alegórica historia de resistencia numantina, aislamiento y asedio exterior, cuestión esta abordada por Santos Zunzunegui en el acertado estudio "Sombras de ultramar: el imaginario colonial en dos films españoles de los años cuarenta", incluido en su libro Paisajes de la forma (Madrid, Cátedra, 1994). Recordemos que la película narra el heroísmo de una guarnición española de la aldea costera de Baler, en Luzón, durante la guerra Hispano-Estadounidense, cuando —corría el verano de 1898— el capitán Enrique de las Morenas y una cincuentena de soldados quedan sitiados en la iglesia de Baler por los independentistas filipinos. La negativa continuada de los españoles a rendirse durante la duración del asedio (337 días), pues desconocían las noticias relativas a la firma del tratado de paz, dio al sitio una relevancia pública tal que a aquellos soldados se les conoce desde entonces como “Los últimos de Filipinas”.
Como es de esperar, si reparamos en las peculiares circunstancias de los tiempos en que fue rodado, el filme de Román —transfigurando algunas situaciones de los sucesos históricos— entraña una fuerte carga ideológica (el cineasta escribió el guión definitivo de Los últimos de Filipinas en colaboración con Pedro de Juan, a partir de los guiones literarios previos El fuerte de Baler, de Enrique Alfonso Barcones y Rafael Sánchez Campoy, y Los héroes de Baler, de Enrique Llovet). Esa importante dosis de propagandismo, vertebrada por la glorificación engolada del pasado imperial español, se sustenta primordialmente sobre tres elementos presentados como los baluartes indispensables del futuro de España: el patriot(er)ismo, el ejército y la Iglesia. Así, resulta altamente significativo, por citar unos pocos ejemplos, que, al inicio de la narración, unas introductorias palabras en off se refieran, con épica solemnidad, a los inherentemente humanos hechos de vivir y morir como «dos sencillas aptitudes» que «se probaban como virtudes españolas»; que, ante el Capitán De las Morenas y el Teniente Cerezo, el Teniente Médico Rogelio Vigil reconozca implícitamente su propia incapacidad para tomar decisiones acerca de cuestiones verdaderamente relevantes arguyendo, inhibitoriamente, que «eso es cosa de ustedes, los militares. Yo soy médico… y naturalista»[2] y que, en el único gran plano general —y en las tomas más o menos generales— de Baler, el edificio de la iglesia aparezca como el cuerpo estructural dominante dentro del encuadre, o sea mostrado a través del magnificador plano contrapicado con el que —en medio de esa noche que prácticamente borra toda marca de mundo exterior— De las Morenas y Cerezo cobran conciencia, como por revelación, de que el templo es el único refugio salvador posible.
Sin embargo, obviando sus más que objetables propuestas ideológicas, debe reconocerse que Los últimos de Filipinas es un dignísimo producto cinematográfico. No, desde luego, según quiso hacer ver en su día la crítica oficialista, «una auténtica obra de arte»[3] ni«uno de los mejores films españoles de todos los tiempos… una gran película, que no ha sido superada hasta la fecha»[4]. Sí, en cambio, un largometraje interpretado a un alto nivel (espléndidos están Fernando Rey, José Nieto y Manolo Morán), que conjuga con acierto una serie de ingredientes tales como exotismo ambiental, aventura colonial, acción heroica, épica, melodrama, humor, canciones diegéticas… y, lo que es más importante, está filmado con solvencia. En este sentido, llama la atención la abundante movilidad de la cámara, que, lejos de suponer un gratuito alarde formal, revela el oficio de Román para dotar a la narración de una peculiar energía desprendida de unas vigorosas panorámicas vinculantes; extraer un cierto halo de fascinación de los desplazamientos descriptivos, al mismo tiempo que, contrastando con la impresión de morosidad temporal obtenida, se consigue un aligerante dinamismo expositivo dentro de la concentración espacial intrínseca del relato; o sacar un notable rendimiento polifuncional de la profusión de travellings hacia adelante singularizando los distintos centros de interés, intensificando el encuadre, crispando las situaciones, plasmando la tensión y la sensación de peligro….
[1] Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera eran admiradores de las películas Beau Geste (William A. Wellman, 1939) y Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935), respectivamente.
cute;s difíciles del asedio: pocas veces el cine español de los cuarenta ofreció una imagen tan positiva de un hombre de ciencia».