Itinerario de un delincuente –en principio aparentemente frágil, dada su edad de 18 años, y poco espabilado, pues no sabe leer ni escribir)— que llega a convertirse en un caudillo dentro de prisión, Un profeta es, con sus dos horas y media a las que no les sobra nada, uno de los mejores filmes franceses de los últimos años, quizá de todos los tiempos, pasados y venideros. Pocos cineastas hay en la actualidad que, como Jacques Audiard, depositen tanta confianza en el cine sin por ello darle la espalda a la realidad. Su película propone un enfoque acerca de un determinado estado de las prisiones francesas de hoy, en torno al que Audiard crea un universo estético sobre el que se sustenta un relato de índole mítica: un mortal cualquiera se erige en héroe midiéndose con los dioses.
La función de cine carcelario ofertada es un logro de primerísimo orden, entre tradición corsa e irrupción “beur” (el personaje protagonista, Malik, es un francés de padres magrebíes), barnizando con tonos actuales la sempiterna lucha de clanes y círculos de poder. Dos hombres luchan soterradamente por imponer, bajo la máscara de la impostura, la fuerza de su voluntad y el terror de su ambición. En medio de la violencia contenida y autoridad irascible de César Luciani (Niels Arestrup), el joven Malik (Tahar Rahim) opone una presencia turbadora de falso candor y determinación serena. A lo largo de este incendiario relato de iniciación, conducido con aspereza dentro de la doblez, la artimaña y la fuerza, Malik se construye a sí mismo entre los muros de la cárcel, para controlar mejor los derroteros del destino caudillesco que se arroga. Cuanto más malo se sea en este mundo, cuanto mayor sea la falta, mejor nos irá, parece querer decirnos Audiard, consciente del espejismo que supone, pese a los esfuerzos, la calma pública de nuestra sociedad contemporánea.