9:30. Verano psicosis blues de Manolo D. Abad, 2/09/2010. De próxima publicación en Una noche de verano

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9:30. Verano psicosis blues
 
Me había prometido a mí mismo no volver a ese local, pero allí estaba de nuevo. Otra vez tratando de alargar la noche. En el mismo agujero infecto donde casi nunca me había ocurrido algo agradable. Pensé en ello, en todas las «ellas» con las que había estado allí. En el Marquee el resultado final casi nunca era el esperado.
La sofocante noche del primer día del estío me había empujado al circuito de bares con una fuerza desbocada, suicida. Y, con el tránsito de las horas, de las copas, de rostros y conversaciones, de la vida que se exprime con el anhelo del famélico, aquí estábamos. En el Marquee, en el indeseado Marquee.
El local disponía de una barra ovalada que se cerraba en un extremo por un misterioso espacio que, dado que sólo se expedían copas, no podía destinarse a cocina. Allí se elaboraban otros platos que atraían a muchos de quienes acudían. No era mi caso, sólo guiado por una sed mortal de alcohol; por una desesperante necesidad de no enfrentarme a mis propios fantasmas solo; por el inconsciente deseo de hallar un bálsamo al dolor profundo de una existencia desordenada y vacía.
Supongo que la razón por la que había acabado allí eran las dos estupendas mujeres que acompañaban al fornido Max. Un amigo común nos había presentado tan sólo un par de horas antes y pronto habíamos hecho buenas migas. Y luego estaban ellas, dos de las monitoras del gimnasio del que Max era copropietario. Aquello era una buena razón para seguir en pie, para continuar ese vaivén hasta donde hiciese falta. Dos cuerpazos que prometían un domingo para levantar el ánimo de cualquiera. Pero, si en el Marquee no has llegado a nada, los minutos, las esperanzas comienzan a evaporarse con la urgencia de un condenado a muerte. Todo había comenzado a torcerse cuando nos dirigíamos al local. Bárbara ya estaba entrelazada conmigo y Tania besaba en el cuello a Max cuando uno de esos monstruosos todoterrenos, el todopoderoso BMW X6, se detuvo frente a nosotros. Tres matones descendieron y entonces supe que todo comenzaba a joderse. Tras ellos, en una aparición a la que sólo le faltó un haz de luz que iluminase el contorno de su cuerpo, se mostró un tipo cuyo rostro no presagiaba nada bueno. Con tono amenazante le dijo a Max:
—No has aparecido por la Fábrica.
—Ya ves, había un buen plan —se excusó el copropietario del gimnasio.
—Está muy mal dejar colgados a los amigos. Además, tenemos que hablar de muchas cosas.
Aquello sonaba mal, a un callejón sin salida de difícil solución. ¿Préstamos? ¿Deudas pendientes de difícil justificación? Consciente de su tono, el dueño del BMW, se ofreció a invitarnos al Marquee. Y no sólo a copas.
Tras el trasiego en los servicios, las dos mujeres trataron de evaporarse. En vano. Dos de los guardaespaldas estaban con ellas, mientras el tercero jugaba al billar conmigo sin quitar ojo a su jefe que hablaba a Max sin inmutarse pero con una gravedad delatada por el rostro de su interlocutor.
Agoté mi copa con demasiada rapidez, la misma con la que vencí al matón que me custodiaba y que se ofreció a traerme una nueva consumición. Bárbara trató de acercarse a mí.
—¿Has ganado?
—Sí. Pero creo que hoy hay mucho más que perder —dije, aprovechando que el matón que le correspondía se había quedado apartando a la gente que se arrebujaba en torno a la mesa de billar.
Dos partidas después, el establecimiento comenzó a despejarse. El dueño del todoterreno ordenó –en su vocabulario no existía otro verbo- movernos hacia otro after. Las 8:35. La luz de verano impactó con toda su crueldad sobre nuestros rostros. Bárbara me apretó una de mis manos cuando flanqueábamos los últimos peldaños de las escaleras que conducían a la calle. Una vez allí, la soltó, temerosa de ser vista por alguno de los ocupantes del X6. Permanecimos un par de eternos minutos mientras esperábamos un taxi. Max, dos guardaespaldas y el propietario del todoterreno emprendieron camino cuando nos vieron subir al vehículo. Me tocó el asiento del copiloto.
—Al Dolly —ordenó el guardaespaldas, que había posado sus manos sobre los lujuriosos muslos de las dos mujeres.
El tal Dolly era un afterhours situado en una tierra de nadie de un barrio dormitorio que, a esas horas, dormía su peculiar sueño de los justos. El sueño de los trabajadores que ya nada esperan salvo seguir con su rutina diaria sin mayores sobresaltos hasta que llegue la llamada de la última espada de Damocles.
Veía el final más cerca al bajarme del automóvil. A Tania se le rompió uno de sus tacones. Entramos en el Dolly, con su neón verde, un bareto de decoración supuestamente moderna, con sus lucecitas, sus sillas de diseño, sus pantallas, su barra en forma de ese. Subimos por unas escaleras que no dejaban entrever qué había en el piso superior. «Un reservado», traté de imaginarme, para no pensar en cómo podría terminar aquello.
Pues no. No parecía haber reservado, tan sólo cuatro mesas, dos vacías y otras dos en las que se habían distribuido todos mis extraños acompañantes nocturnos.
El hombre del todoterreno dominaba la situación mientras Max bajaba la cabeza. Los guardaespaldas vigilaban, las mujeres trataban de evitar un gesto de terror. Yo sólo tenía sed y deseaba algo que parase todos mis malos augurios. Otra copa más. Mi reloj marcaba las 8.58. ¡No aguantaba más! Me levanté con la intención de bajar hasta la barra y tomarme una copa. Los ojos nerviosos del propietario del BMW se clavaron con furia en mí.
—¿Dónde crees que vas?
—¡A tomarme una puta copa! ¡Me muero de sed!
El mafioso dudó sólo unos segundos. Quizás lo hizo a propósito, para escrutar si me iban a temblar las piernas en ese lapso de tiempo
. No lo hicieron. Mantuve a duras penas su mirada asesina consciente de que no podía aflojar en ese duelo. El tipo soltó una escalofriante carcajada antes de exclamar:
—¡Cómo no, hombre! ¡Baja a tomarte una copa!
Apoyé mi cuerpo sobre el pasamano mientras descendía por las escaleras. Temblaba como si el baile de San Vito se hubiera apoderado de mí. Sólo fueron unos segundos, pero llegar a la barra me pareció un trayecto eterno.
—Un Beefeater con tónica.
—¿Vaso largo o de sidra?
El rostro del camarero era de una inquietante serenidad. Un trago largo sirvió para ahuyentar malos pensamientos, para pensar en una solución que me sacase de ese atolladero.
No temblé al subir las escaleras. Ni tampoco al comprobar que nadie permanecía en el lugar donde los había dejado, sino en una estancia interior que, camuflada, había pasado desapercibida a mis ojos. Entreabierta, ofrecía la imagen de dos mujeres bailando en ropa interior, un hombre fornido sujetado por tres matones mientras otro –armado con un cuchillo- le amenaza con cortarle una oreja. Mi primer impulso fue huir a toda velocidad. Me frené. Apuré la copa hasta el final, descendí las escaleras, le dije al barman:
—Voy a tomar el aire.
No dijo nada.
Y corrí, corrí, corrí. Corrí con todas mis fuerzas.
 
 

Foto: SMART-1 AMIE camera – final week images 27-08-2006. ESA.

 

 

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