Budapest, de Pedro Antonio Curto. 20/08/2010. De próxima publicación en Una noche de verano

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Budapest
 
            Siempre me han atraído esas zonas geográficas que se asemejan a un puzzle por estar compuestas de pequeños países, un trozo del mapa con varios colores que representan diferentes idiomas, culturas y religiones. Por eso y otras razones los Balcanes y Centroeuropa han despertado mi interés. Fue así como un verano de hace ya unos cuantos años despegué en un avión con destino a Budapest, primer puerto de un trayecto que me llevaría después, esta vez en tren, a Croacia y Eslovenia.
            Realicé ese viaje como dicen debe hacerlo un autentico viajero, sin planes excesivos, sin reserva de hoteles y con poco dinero. Sólo me acompañaban esas guías que te dan consejos prácticos, más algunas frases usuales en el idioma del país, que generalmente no sabes pronunciar.
            Andar por países con cuyos ciudadanos apenas te puedes entender, con los escasos datos de tus guías, más las limitaciones económicas, te dan una inseguridad que sin embargo a mí me atraía.
            En aquella época Croacia estaba en guerra y aunque la capital, Zagreb, no se situase en zona bélica, si pude ver militares, controles, manifestaciones nacionalistas y un curioso cartelito en bares y comercios, una señal de prohibido con una pistola en el centro. 
            En ese viaje sin un rumbo preciso por los tres países fui deambulando durante veintiún días, atravesé fronteras y mi pasaporte fue visto por unos guardias muy celosos de su trabajo.
            Un día estaba en una céntrica plaza de Zagreb que según la guía se trataba de un lugar donde los jóvenes se encontraban para ligar o salir de marcha. Di vueltas a uno y otro lado entre el bullicio juvenil; si salvamos el idioma, podía haber sido una plaza española con un ambiente similar. Pensé que son pocas las cosas que nos separan o que en el fondo somos animales de parecidas costumbres, que nuestras «culturas» a veces son excusas para separarnos unos de otros. Sumido en esos pensamientos, me fui a un café situado en aquella plaza.
            Era un café grande y con solera, poseedor de esa antigüedad elegante que no es excluyente, sino que te recibe como si fueses un parroquiano habitual. Tenía un sabor burgués, pero de esa burguesía revolucionaria que un día hablase de cosas como libertad, fraternidad e igualdad.
            Existen momentos y sitios en que el tiempo se detiene, se vuelve amable envuelto en una nostalgia de la que puedes formar parte, aunque acabes de llegar y no sepas del idioma más que una frase para pedir café. Así lo hice y me sirvió un camarero uniformado de forma clásica. Al igual que lo hacían otros, cogí uno de los periódicos, porque en un lugar como aquel leer la prensa sobre una mesa de mármol, era casi una obligación. Me sumí en esa costumbre del lugar aunque no entendiese lo que estaba escrito y tenía que contentarme con mirar las fotos o descifrar algún titular.
            Una música de violín llegó a mí con su viento cálido, llevándome a un dulce sopor y cuando contemplé al violinista unas mesas más allá, descubrí una pareja entregada a caricias y besos. Creo recordar que ella tenía cabellos rubios y largos o es posible que eso lo fabrique la fantasía sustituyendo a la debilidad de la memoria, pero lo cierto es que aquella pareja existió, sentados en una mesa de mármol, bañados por la música del violín. Es curioso que se me halla borrado la imagen del violinista, quizás la intensidad me la dieran los rostros besándose, labios que se unían y separaban, se miraban con los rostros iluminados un instante para luego volver a estrecharse. La mano de él acudía a sus mejillas, se confundía entre sus cabellos y ella cerraba los ojos, acercando su rostro a esa mano acariciadora. Aunque afuera existía un día soleado, el café se adentraba en un fondo sin excesivas ventanas, produciendo una luz crepuscular y bajo aquellos crepúsculos, yo gozaba placidamente.
No me considero especialmente voyeur y aunque me guste disfrutar del placer de la contemplación, no es mi costumbre espiar el disfrute ajeno. Pero aquello era otra cosa, me dejaba invadir por la entrega mutua de aquellos chicos, ese reconocimiento que se aprende a través de la piel, ese detener el tiempo cuando uno se aproxima al calor de otro cuerpo. Yo percibía todo aquello a unos metros, de unos extraños a los que adoptaba mitigando mi soledad, siendo incluso parte de ellos, o más bien, de la sensualidad que mostraban.
            Después que la pareja se marchase, volví a la plaza llena de gente, paseé entre ellos sintiendo cada pisada que daba, con una enigmática sensación de plenitud.   
            A pesar de las cortas estancias de mis viajes, siempre me invade una sensación de abandono, de dejar algo cuando tengo que partir y volver a la normalidad. Con ese ánimo apesadumbrado regresé a Budapest.
            Tenía que tomar un avión al día siguiente y mi dinero se agotaba, por lo que decidí no cambiar más dólares y resistir con los florines que me quedaban. Ello suponía no poder coger una habitación y pasar la noche en las calles de Budapest. No me disgustó el plan, era una manera de aprovechar mis últimas horas de viaje, en lugar de pasarlas durmiendo. Dejé el equipaje en la consigna y me dispuse a disfrutar de una noche húngara bajo las estrellas.
            Budapest es una de esas ciudades paridas por un río, porque es a orillas del Danubio donde van n
aciendo calles y edificios, las grandes edificaciones en el centro de la capital. Me alejé de ese centro paseando a la vera del río, cené algo en un bar y dediqué las siguiente horas a tomar copas en bares escogidos al azar, el último un frío establecimiento abierto las veinticuatro horas, fruto del nuevo capitalismo al que se entregaban estos países. Ya era de madrugada y paseaba nuevamente por la zona monumental, siempre a orillas de ese río, que parecía ser infinito. Las calles estaban desiertas, sólo de vez en cuando me cruzaba con algún paseante, que me ignoraba como si fuese invisible. Pero a mí me gustaba aquella invisibilidad, ser infinitamente pequeño en esa grandiosidad monumental y deslumbrante iluminada por las luces de la noche. La bebida me producía esa ebriedad que no aturde tus sentidos, sino que los relaja y hace más libres. Sin dinero, sin un lugar al que dirigirme, donde dormir, veía el pasado como algo somero y el futuro inexistente; de esa forma me sentía bien. Así caminaba, dando pasos a ninguna parte, sólo seguir el cauce del río, un destino al que me entregaba liberado de toda carga. Nada me importaba el avión en que partiría dentro de unas horas, estar en un país extranjero cuyo idioma me era completamente extraño, ser incapaz de leer sus letreros o cuyas calles desconocía, más bien al contrario, aquello me producía una sensación de libertad. Parecía haber nacido en aquel momento y disfrutar de lo que me rodeaba igual que un bebe. Me pregunté si aquello tenía algo que ver con la felicidad, o era el otro viaje de aquel viaje. Un viaje secreto e íntimo que realizamos de vez en cuando, sin equipaje, sin preparativos, sin saber cuando se parte, ni el trayecto, ni el regreso… sólo conocemos una fibra que nos envuelve, pero que ni siquiera alcanzamos a tocar.
 Por la mañana partí en avión y lancé desde el aire una mirada al Danubio; percibí que algo de mí se quedaba en aquel río.
 
 
 

Foto: 3D anaglyph view of crater Lichtenberg. ESA

 

 

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