H
No recuerdo el día que la conocí, pero sí el momento en que cruzamos el umbral de su amistad, aquella noche de San Juan, la más corta del año. Hache se vistió con la parte inferior de uno de sus bikinis y un par de horquillas recogiendo en un rodete su pelo lacio y negro, y allí, semidesnuda y almagra en la antesala del verano, prendió la hoguera en una esquina de su terraza con el palito de un helado y una tarjeta de navidad devuelta por el cartero. Después continuó la fogata quemando un año de crucigramas inconclusos y autodefinidos tachados y fijó su vista en las llamas que emanaban de aquellas Quiz nunca terminadas hasta que el fuego secó las lágrimas cetrinas de sus ojos. Recuerdo que murmuraba hipnótica y con los ojos incendiados:
—Tonada andaluza… siete letras… vertical… tonada andaluza… siete letras… vertical… ¡Soledad! —dijo de pronto, y se levantó para recuperar de entre las cenizas aquella página como quien intenta rescatar de la basura las hojas sin vuelta del calendario. Hache pisó las ascuas con sus pies desnudos derritiendo el esmalte nacarado de sus uñas hasta que logró encontrar el crucigrama al que le faltaba la palabra que definía a aquellas dos almas arrumbadas que se morían a fuego lento en el techo de una ciudad llamada pasado.
Escribió las siete letras apoyada en mi espalda y pegó con saliva en la pared desconchada de su terraza aquella hoja quemada y arrollada como un pergamino para que nunca lográramos olvidar que, a pesar de los cócteles y las fiestas, seguíamos solos y perdidos en aquella atestada ciudad.
Las noches de verano se sucedieron en aquella terraza donde Hache vivía al margen de los males cotidianos que afectaban a los mortales, como el recibo del gas o la gripe. Decía orgullosa que jamás había estado enferma y fui testigo de su prodigiosa salud a pesar de que en muchas ocasiones la lluvia le sorprendía casi desnuda en la terraza. Recuerdo una tarde que el sol se ponía con premura mientras Hache y yo bebíamos uno de sus célebres cócteles fabricados a base de bebidas blancas y sobras de cena. De pronto, las nubes se arrebujaron sobre nosotros y descargaron con violencia gotas embarradas. Yo me refugié en el interior, pero Hache ni se inmutó. Cuando pasó el chaparrón volví a salir, ella miró hacia arriba y dijo:
—Este cielo yo no es el de antes. De un tiempo a esta parte no tiene más que goteras y en las noches de verano las estrellas lo único que dan es sombra. En fin, al menos nos queda el consuelo de este olor a caucho garrapiñado del gres después de la tormenta.
Hache decía aquellas frases como quien lee un salmo responsorial y después fijaba la vista de nuevo en un autodefinido, sin importarle la dirección que tomaba el mundo. Pero incluso ella tenía obligaciones y, aunque prefería la soledad de su azotea, los jerifaltes de Chanteuse le exigían que acudiera a reuniones sociales para promocionar ese perfume que vestía en la contraportada del suplemento dominical.
En aquellas fiestas Hache era incapaz de juntar un par de pasos sin que salieran a su encuentro refinados pretendientes que buscaban la gloria eterna entre las piernas dóricas de mi amiga. Recuerdo que una noche, cuando volvíamos achispados y humosos de una presentación en el Ritz, me miró con sus verdes ojos tiznados de cobre y me dijo:
—David, ya no aguanto más a esos hombres. Tardo tanto en alcanzar la barra para rellenar mi copa que casi siempre llego con resaca.
Sonreí ante aquella frase tan llena de ingenio como de verdad, pero yo sabía que, a pesar de sus quejas, Hache tenía un prodigioso talento para deshacerse de aquellos moscones. Recuerdo otra velada que le pregunté qué le había dicho al protagonista de Estrella de mar para que cogiera su copa rebosante y se alejara de ella a toda prisa por el salón. Hache miraba aparentemente distraída las perlas encendidas en la ciudad oscura, pero me contestó agrietando el carmín con su sonrisa:
—Qué tipo. Es muy guapo, pero fuera de la pantalla tiene el gracejo de un cuervo. Le dije que mi vermut estaba demasiado amargo y él se ofreció para pedirle al camarero que le quitara el ajenjo. Aún debe de estar en ello.
Después de decirme aquello Hache soltó una carcajada y dirigió la mirada a su vestido poblado de lamparones:
—Te lo digo en serio, querido, estoy harta de que esos mequetrefes vuelquen sus bebidas en mi ropa. La próxima noche que salgamos recuérdame que me haga una falda con el hule a cuadros de la mesa de la cocina.
Por desgracia, no hubo más noches. Aquello duró tanto como un bostezo y la primera noche del otoño Hache se había ido sin más explicación que el viento que dejaba a su paso.
Nunca me he encontrado con una mujer como ella, y por esa razón sé apreciar aquellos días de verano no tan lejos del cielo, cuando el tiempo aún no me había pisoteado con su espiral de silencio y sombra, cuando aún la vida no me había abandonado a la deriva de las conversaciones repetidas, las miradas apagadas y los besos empastados por el bis a bis de soledades.
Pienso en aquellas noches de verano que compartí con Hache y siento temblores al recordar cómo la pared color champán de la terraza se descascarillaba al ritmo creciente que moría mi juventud, que se dirigía sin pausa hacia un futuro corcovado en el que el miedo iba a apoderarse de mí hasta sumirme en esta caverna de cristal en la que ahora vivo, a través de cuyas paredes transparentes me conformo con observar que ahí afuera no perviven más que sueños jamás cumplidos y realidades nunca soñadas, y donde las sonrisas se han ido pudriendo hasta convertirse en un enfisema de labios tumefactos que destilan la aflicción de una noche sin luna.
Porque cuando conocí a Hache, aquellas madrugadas estivales no tan cerca del asfalto, nunca hubiera pensado que el humo de mis cigarrillos que se elevaba hacia el cielo punteado de estrellas de la ciudad portaba en sus ondas el olor crematorio de mi juventud.
Compartí tantos sueños, crucigramas y cócteles con ella que no puedo perdonarme no haber comprendido que aqu
ellas dos palabras que pronunció temblando la noche de San Mateo no eran otra cosa que una despedida, un abandono, y que cuando aquella madrugada dijo tengo frío, su mirada ya estaba de viaje y, en lugar de sacarle una rebeca azul marino del armario empotrado del vestidor, debí haberla abrazado para evitar seguir persiguiendo el resto de mis días su recuerdo por los rincones de su terraza, por las esquinas de una vida que sin ella no es más que un corazón acalambrado, atrofiado de no bombear más que el aire viciado de la derrota.
ellas dos palabras que pronunció temblando la noche de San Mateo no eran otra cosa que una despedida, un abandono, y que cuando aquella madrugada dijo tengo frío, su mirada ya estaba de viaje y, en lugar de sacarle una rebeca azul marino del armario empotrado del vestidor, debí haberla abrazado para evitar seguir persiguiendo el resto de mis días su recuerdo por los rincones de su terraza, por las esquinas de una vida que sin ella no es más que un corazón acalambrado, atrofiado de no bombear más que el aire viciado de la derrota.
Foto: Moon right after the end of eclipse totality. Galería Multimedia de la Agencia Espacial Europea (ESA)