Inventario
Para él todo era confuso, como si se hallara en duermevela… Pero estaba despierto, se sabía despierto aunque tumbado en la cama, la habitación en penumbra. Escuchó el golpe de la puerta principal al cerrarse y unos pasos que avanzaron por el vestíbulo. Al fin vio el rostro de su hijo Kike, asomado al dormitorio. Tras él sonreía Estela, su nuera; la suya era una sonrisa triste y desganada. Kike le reprochó que no estuviera en pie. Lo hizo con tono cariñoso. Que ya tocaron diana, añadió con un punto de jocosidad. Luego encendió la luz, se sentó al borde de su cama, le acarició la frente, lo animó a levantarse con la promesa de que Estela le prepararía un desayuno fantástico. Él aceptó la propuesta con resignación. No sin esfuerzo pudo incorporarse y poner un batín. Fue al cuarto de baño arrastrando las zapatillas. Al cabo de unos cuantos minutos regresó a la habitación. No se había afeitado. Kike se lo recriminó, esta vez sin ocultar su enfado. No te vas a la selva, le dijo. Cuando volvió, bien aseado y rasurado, vio que Kike había abierto sobre la colcha una gran maleta y colocado en ella varias camisas y pantalones. El hijo explicó que había escogido la ropa que se hallaba en mejor estado, procurando que la mitad fuera para el verano y la otra mitad para el invierno. Como tú digas, respondió él. En el armario aún quedaba mucha más, pero la maleta establecía el límite de la que podía llevarse. Esa misma tarde, la ropa sería marcada con las iniciales de su nombre y de sus apellidos. Estela había conseguido una costurera a muy buen precio. En cuanto a los zapatos, sólo se llevaría dos pares. No precisaría más, por el momento. Para el día a día, las pantuflas iban a resultar más útiles. Había que dejar espacio para la ropa interior y los calcetines, más alguna chaqueta de punto y el neceser con las cosas de aseo. Nada de trajes, que ocupan mucho. Cuando estuviera instalado en la residencia ya se vería si el nuevo armario admitía uno o dos. En cuanto a los libros, tenía que ser él quien los escogiera, pero sabiendo que no podría llevarse más de diez o doce. No hacían falta más, por otra parte. El centro contaba con una biblioteca estupenda, aunque verás que, al segundo día, no querrás hacer otra cosa que charlar con los compañeros y jugar con ellos al dominó, dijo Kike sin levantar la vista. Entonces me basta con el diccionario, respondió él. En el diccionario estaban todas las palabras que iba a necesitar. Y cuidado con las mujeres, que son unas lagartas, rió Kike, empeñado en llenar de guasa edulcorante la mañana. Él también rió, creyéndose obligado a condescender.
En la cocina, se sentó ante la ventana que daba a un pequeño patio con jardín. Allá abajo, ajenos a la despedida, se ofrecían a su vista un sauce llorón, un seto bajo, algo de césped; sus amigos de siempre, los que cada mañana le alegraban un poquito el corazón. Absorto por la belleza de la luz del día, que entraba a raudales, tardó en advertir que Estela le había preparado un bol de café con leche y dos rebanadas de pan tostado con mantequilla y mermelada. La mujer permanecía en pie a sus espaldas, sin decir nada, aguardando respetuosamente a que el anciano acabara de desayunar. Supo que Kike también lo miraba porque reconoció su olor en cuanto entró en la cocina, pero no se volvió ni hizo nada por parecer amable o agradecido. Sólo pensó en el sauce, que lo había acompañado en aquel rito durante los últimos cuarenta años, y en Lolita, su mujer, muerta unos meses antes. Lolita tenía muy buen humor y, a esas horas, ya le había hecho reír dos o tres veces con sus chistes y ocurrencias. Aquél solía ser el momento de hacer planes para el día, qué comer, a quién visitar, alguna gestión con el médico o en el ayuntamiento. Todo eso se había acabado y no había que darle más vueltas.
Al fin preguntó qué sería de aquella casa. Tenían adelantado el alquiler del mes. Kike se encargaría de vender los muebles y de despachar el papeleo, las bajas del agua y del teléfono, todo eso. Me gustaría llevarme el álbum de fotos, dijo él. Claro, no faltaba más, condescendió el hijo, que había pedido una semana de vacaciones en el trabajo para organizarlo todo. Incluso tendría tiempo para seleccionar las cosas que tuvieran un valor sentimental. Eso dijo: un valor sentimental. Se las llevaría a su casa. Las conservaría con primor. Algunas serán para tu nietecita, si te parece bien.
Sonó el claxon de un automóvil. Era el taxi que venía a buscarlos. Bueno, ya está aquí, debemos irnos, explicó Kike. Él asintió. Pidió un par de minutos para ir al servicio. Tómate el tiempo que haga falta, no hay prisa, respondió el hijo. Orinó con dificultad. Luego se lavó las manos y contempló largamente su rostro reflejado en el espejo. Pasó por el dormitorio. La cama había quedado sin hacer. No te preocupes, papá, de todo esto nos encargamos Estela y yo. Bueno, bien, vale. No había prisa, pero lo parecía.
La maleta aguardaba en el vestíbulo. Así, solitaria en medio de la sala vacía, resultaba grande. Kike la había pedido prestada a un amigo que hacía largos viajes. Voy bajándola al coche. Hay que asegurarse de que los grifos queden cerrados y las luces apagadas. Estela, cierra los postigos, por favor. Y tú, papá, espérame en el rellano, subo ahora mismo, no bajes las escaleras sin mí.
Estela fue cerrando las puertas de las habitaciones hasta que la vivienda quedó a oscuras. La mujer lo cogió en el pasillo y, tomándolo de un brazo, lo animó a salir hasta la puerta principal. Algo aturdido por la novedad de aquel gesto, se fijó en cómo su nuera giraba la llave para cerrarla. De ordinario, uno nunca sabe cuándo ha hecho una cosa por última vez, pero ahora tenía la certeza de que allí se clausuraba de golpe casi todo lo que había vivido. No volvería a esa casa, la que fue suya, la que habitó y llenó su existencia hasta ese instante del inventario y la liquidación.
Cerró los ojos. Inspiró con fuerza. Espiró. Entonces fue cuando volvió a escuchar pasos en el vestíbulo y, poco después, se encontró con el rostro de Kike, sonriente, asomado a su dormitorio. Tras él, Estela, en cambio, no ocultaba un gesto de fastidio. Venían a buscarlo para llevarlo unos días a la casita de la playa. Hacía un día radiante. No puedo creer que aún estés en la cama, protestó el hijo mientras abría los postigos para llenar la habitación de luz.
Él se incorporó co
n dificultad. Buscó las zapatillas. Las calzó. Se asomó a la ventana. Seguía confuso pero al fin comprendió que era verano.
Aún era verano.
Foto: Raw image of the lunar surface. 14 de noviembre de 2008. ESA