Junta de vecinos, de Luisgé Martín, 15/09/2010. De próxima publicación en Una noche de verano

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 Junta de vecinos

 

Desde hace casi un año, vivo en un ático en uno de los barrios residenciales de la ciudad. El alquiler me cuesta más de la mitad de mi sueldo, de modo que a veces no me queda dinero a final de mes para salir a restaurantes o a discotecas con mis amigos, pero desde hace mucho tiempo soñaba con vivir en un apartamento con terraza, y cuando vi la ocasión de mudarme a éste lo hice sin dudarlo.

En los primeros meses, a pesar del invierno, salía a la azotea cada tarde, al regresar del trabajo, para disfrutar del privilegio de poder estar al aire libre en medio de la ciudad. Regaba mis macetas y, bien abrigado, me sentaba a leer en un sillón de jardín que compré enseguida. Al principio de la primavera compré también una mesa y comencé a pasar en la terraza más tiempo que en la casa: comía o cenaba en ella, me quedaba dormido a la hora de la siesta, escuchaba música o hacía trabajos de jardinería. Hace unos días, cuando el calor asfixiante constató que había llegado el verano, me tumbé sobre una toalla y pasé todo el fin de semana bronceándome. Este año no podré irme de vacaciones, de modo que he acomodado la azotea como si fuera un campo veraniego: una ducha, una nevera portátil, cremas solares y una hamaca colgada de pared a pared en la que duermo casi todas las noches.

Mi edificio es más alto que los lindantes y enfrente hay un hospital abandonado que ocupa toda la manzana. Nadie puede verme, por lo tanto, cuando me desnudo para tomar el sol o cuando duermo en la hamaca con alguna chica. Al asomarme al pretil y contemplar la superficie de tejados, tengo una sensación jubilosa de soledad. Observo la ciudad sin que nadie pueda descubrirme. Muchas noches me quedo allí embobado, haciendo cavilaciones metafísicas o imaginando lo que ocurre en el interior de las casas que miro desde la lejanía.

La semana pasada, el lunes, hizo un calor opresivo. Durante el día el aire estaba avivado por llamas, y por la noche, cuando me tumbé en la hamaca intentando dormir, el mercurio del termómetro, más enrojecido que nunca, marcaba treinta grados. Como no podía conciliar el sueño, me levanté, me di una ducha de agua fría y me acodé como cada noche en el antepecho. Enseguida vi una de las ventanas del hospital iluminada. Me sorprendió, pues el edificio estaba abandonado desde hacía casi veinte años y en sus dependencias no había ningún tipo de actividad. Pensé que tal vez se tratara de un vigilante contratado por el dueño del solar para evitar que se cobijaran allí mendigos o delincuentes, y me puse a fantasear con el terror que se debería sentir encerrado a solas en un edificio como ese, con cientos de habitaciones y de corredores oscuros. Fui a por unos prismáticos que me regalaron en mi último cumpleaños y apunté con ellos hacia la ventana iluminada. No vi a un vigilante, sino a una pareja haciendo el amor. Enfoqué los prismáticos, limpié las lentes y me di cuenta entonces de que se trataba de un efecto óptico, de un juego de espejos: el cristal de la ventana del hospital reflejaba el hueco de una de las ventanas de mi propio edificio. Los amantes, por lo tanto, eran vecinos míos. Afilé la vista, pero no conseguí identificarlos. Por la altura del reflejo, que estaba en la planta tercera del hospital, deduje que la ventana iluminada correspondería a una de las viviendas del tercero o del cuarto piso de mi finca. Excitado y lleno de curiosidad, incliné el cuerpo hacia fuera, hacia el vacío, para intentar distinguir los rostros de los amantes. Estuve a punto de caerme, y entonces recordé que tengo una cámara fotográfica profesional, con un teleobjetivo muy potente. Dejé los prismáticos y fui a por ella. Cuando regresé a la azotea, los amantes seguían en la faena. Ajusté el objetivo y enfilé la visión. Al hombre lo reconocí al primer vistazo. Era el presidente de la comunidad de vecinos, que tiene uno de esos bigotes antiguos, de pelo hirsuto y muy poblado, que marcan enseguida un rostro. Vivía en el tercero izquierda. A la mujer, que se pasaba la mayor parte del tiempo debajo de él, no la identifiqué, pero estuve seguro de que no era su esposa. Una, la que estaba en el dormitorio, tenía el cuerpo frágil y una melena rubia que se movía sobre la almohada. La otra, la esposa, era gruesa de caderas y llevaba siempre el pelo peinado en moños.

Me sentí, orgullosamente, como James Stewart en La ventana indiscreta, aunque yo no tenía ninguna minusvalía ni ninguna novia que se pareciera a Grace Kelly. Hice varias fotografías mientras el presidente y su amante terminaban el coito. Luego me masturbé allí mismo, sin dejar de mirar a la ventana iluminada. Cuando por fin terminaron, la rubia se vistió y él, fumando en calzoncillos, le dio dinero al despedirse. No pude distinguir la cantidad, ni siquiera vi con mucha precisión que se tratara de billetes, pero conjeturé que la mujer era una puta en horario laboral. El presidente, cansado, apagó enseguida la luz. Yo entré en la casa y descargué en el ordenador las fotografías que acababa de hacer. Había cuatrocientas diez, y en algunos momentos, viéndolas con continuidad, parecían una película. Como eran imágenes realizadas sobre un vidrio, que además tenía suciedad por la falta de mantenimiento del hospital, estaban suavemente desvaídas, como si el borde de las figuras se difuminara. Al presidente se le reconocía perfectamente: en varias fotografías se le veía de frente, con el rostro crispado por la lujuria mientras ella le hacía una felación. Imprimí una de ellas y me tumbé en la hamaca tratando de dormir. Con los ojos cerrados, inventé aventuras criminales. El hombre se habría quedado seguramente solo durante una temporada veraniega y aprovecharía para echar una cana al aire. Si su mujer se enteraba de ello, sería quizás el fin de su matrimonio.

A la mañana siguiente, sin demasiada premeditación, metí la fotografía en un sobre, puse el nombre del presidente en él y bajé a la calle para echarla a un buzón. No escribí ninguna nota, pero estuve seguro de que el hombre entendería la amenaza sin explicaciones. Soy un hombre manso y no estaba en mi voluntad chantajearle. Pensé que le serviría de escarmiento y que a mí me ayudaría a distraer ese verano caluroso y aburrido. No suelo atreverme a experimentar emociones intensas, y esa travesura, hecha irreflexivamente, me llenó de orgullo. Aunque en contrapartida me quedaría sin espectáculos eróticos en lo que restaba de verano.

Esa noche esperé la aparición del presidente provisto ya en la terraza de los prismáticos y la cámara. Entró en la habitación pasada la medianoche, se desnudó y, ant
e mi decepción, se acostó sin más ceremonias. La noche siguiente ocurrió exactamente lo mismo. La tercera noche, en cambio, apareció en el dormitorio muy temprano, llevando en la mano ostentosamente mi fotografía. Se asomó a la ventana, con medio cuerpo fuera, y con la imagen situada ante los ojos comenzó a calcular el ángulo desde el que podría haber sido hecha. Yo contuve la respiración y durante unos instantes sentí pánico. Me aparté del antepecho asustado, pero enseguida me di cuenta de que frente a mí el hospital no tenía ventanas, de modo que era imposible que él pudiera verme.

La primera intuición del presidente fue geométrica: calculó el punto desde el que debería haber sido hecha la fotografía en línea recta, sin reflejos ni trucajes. Ese punto no existía, o, para ser exactos, estaba situado en mitad de la nada, sobre la copa de unos árboles que había en la calle perpendicular a la nuestra, a la izquierda del hospital. Como era imposible que alguien hubiera volado para tomar la imagen, el presidente se afanó en encontrar otra respuesta. Bajó a la calle y examinó desde allí su propia ventana tratando de comprender cómo era posible que esa fotografía tan comprometedora hubiera podido ser hecha. Luego volvió a subir y estuvo durante más de media hora haciendo dibujos y croquis espaciales. Yo estaba empapado en sudor, sin saber ya si el acaloramiento era fruto de la temperatura, tan abrasadora como en las últimas noches, o del miedo. Por fin, el presidente reparó en las ventanas del hospital que tenía frente a sí, al otro lado de la calle, y con una solemnidad que me hizo temblar, comenzó a rehacer sus cálculos. Luego supe que era ingeniero de profesión, pero en aquel momento me desconcertó su pericia. Tardó apenas unos minutos es descubrir las dos trayectorias, simétricas, que podría haber seguido el disparo de la cámara. Las dos venían desde arriba, pues la foto estaba picada: una, ligeramente a la izquierda de su ventana; la otra, especular, ligeramente a la derecha. Volvió a asomarse y, con el cuerpo vuelto, miró hacia lo alto. No pudo verme porque yo estaba replegado, observándole sólo a través del reflejo. Pero algo debió de deducir o de suponer, pues enseguida se apartó de la ventana y despareció en el interior de la casa.

Estuve esperando diez minutos, tratando de anticiparme a los pensamientos del presidente. Pero no lo logré, porque antes de que hubiera recobrado el sosiego, bebiéndome un whisky muy frío, sonó el timbre. Un escalofrío me atravesó desde la nuca hasta los pies. Me quedé paralizado durante unos segundos, pero el timbre seguía sonando, redoblado ahora con voces del presidente que me conminaban a abrir. Limpié deprisa los rastros que pudiera haber de mis correrías y, aterrado, giré el picaporte de la puerta. Me había preparado para fingir e incluso para indignarme, ofendido, si él insinuaba algo. Pero no tuve ocasión: lo primero que vi al abrir la puerta fue el cañón de una pistola que me apuntaba. Retrocedí dos pasos. En mi pecho, que estaba desnudo, se debían de notar a simple vista los bombeos del corazón. El presidente entró, sin decir nada y sin apartar la pistola, y yo di otro paso hacia atrás. Mi mano derecha tropezó por casualidad con una escultura africana hecha con piedra que me regaló mi hermana cuando me mudé al ático. La cogí, la alcé con una fuerza que hasta ese momento nunca había tenido, y golpeé con ella en la cabeza del presidente, que no tuvo tiempo de cambiar la expresión feroz de su rostro.

De esto hace tres semanas. Desde entonces he tenido el cuerpo en la terraza, donde nadie puede verlo. Lo riego cada ocho horas para que los olores de la putrefacción se alivien. La carne ya está negra y descompuesta. En algunas zonas —en los antebrazos, en el cuello— puede verse el hueso. Sigue haciendo un calor asfixiante, pero ya no duermo afuera.

 

 

Foto: Annotated strip of the lunar near side including SMART-1 impact site. 19 de agosto de 2006. ESA 

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