La confesión
«El miedo era el aire de las calles. Un miedo sofocante que adormecía las conciencias. Arbal estaba paralizado, pero sus habitantes se movían con rapidez por las aceras, buscando el resguardo de los aleros en las horas diurnas, para ahuyentar el escalofrío de su sombra. Extraños entre extraños, los vecinos parecían haber perdido la memoria y se miraban unos a otros con desconfianza. Nadie se fiaba de nadie y daba la impresión de que a nadie le importaba nadie, aunque todos ellos anhelasen lo mismo: sobrevivir.
»Las noches eran largas y los coches las recorrían con el trote corto de la muerte. Cuando el ruido del motor de un vehículo cesaba ante la puerta de una vivienda, sus vecinos sabían que alguno de los moradores de la casa iniciaría un viaje sin regreso, que daría su último “paseo”. Pero los aires del miedo son cambiantes, en tiempos de tormenta resulta difícil prever cuál será la dirección definitiva de los vientos. Esa fue mi carta.
»Muchas familias trataban de tener un comodín por los servicios prestados, un salvoconducto que les asegurase el paso a otra situación, que les permitiese orillar la nueva corriente sin verse sometidos a sus torbellinos. Las buhardillas, los falsos tabiques, los sótanos, las perreras, se convirtieron en el lugar idóneo para dar asilo al adversario político, al condenado a muerte por un tribunal invisible. En su desdichado desamparo, veían también la que podría ser su propia suerte. Algunos de los que luchaban desde una trinchera sabían que sus hijos estaban en la casa de la persona que les disparaba apostada en la trinchera contraria.
»La situación se volvió muy peligrosa. Los escondidos fueron buscados con saña. Muchos cayeron como conejos sorprendidos en su conejera. Un chivatazo, una sospecha, un paso en falso y la familia descubierta caía en desgracia; los suyos los consideraban unos traidores a la causa, los otros, unos miserables canallas: por su delación o por su interesada negligencia en la custodia.
»No es jactancia, pero me resultó fácil moverme en función de mis intereses por los vendavales de aquella tormenta. Bastaba con que detectase una casa con gusano dentro. Una vez localizada, seguía invariablemente el mismo plan, que nunca fallaba. Merodeaba por sus alrededores, y, de vez en cuando, volvía mi rostro hacia su fachada, tejiendo los hilos de mi telaraña. Simplemente por este gesto de inofensiva apariencia, daba a entender que conocía lo que negaban sus muros y el aspecto habitual de sus ventanas, con lo que aumentaba, aún más, la intranquilidad de sus inquilinos. El siguiente paso no lo daba yo, dejaba que ellos lo diesen. Por mucho que sorprenda, creían que me evitaban, que seguían los itinerarios más improbables para no encontrarse conmigo, pero sus pies les arrastraban ante mi presencia, atraídos por una fuerza irrefrenable.
»—Sé que tiene a una persona escondida en su casa. Pero no tema, no voy a delatarle.
»—¿Qué pretende entonces? No tenemos dinero, ¡si apenas podemos comer!
»—No se preocupe, no quiero más que el imprescindible para descargarle de su compromiso.
»—¿Qué quiere decir?
»—La situación se vuelve cada vez más complicada, más insostenible. Ya no existen lugares seguros. Igual que yo me enteré…
»—Dígame, ¿lo sabe alguien más?
»—El caso es que no llegue a quien no deseamos, aún estamos a tiempo.
»—¿A tiempo de qué?
»—O le busca otro lugar más seguro, o si quiere yo puedo trasladarlo a Zona Nacional.
»—¿A Zona Nacional?
»—Por la montaña, hasta alcanzar los montes de León.
»Después sólo me quedaba esperar. La noche y el miedo abrían los velos cegadores de la esperanza. Había quien dudaba, pero bien sabía que sus dudas contenían una firme decisión. Conseguir el dinero no resultaba fácil, pero siempre lograban reunirlo a costa de nuevas privaciones. Los detalles que les daba eran precisos, el viaje duraba tres días, tenía que sobornar a los miembros de algunas patrullas, pagar el silencio de dos familias campesinas que nos facilitaban sus pajares; por lo demás, el camino, salvo imprevistos, resultaba seguro. Una vez alcanzadas las fuentes del Esla, el fugitivo seguiría solo hasta uno de los pueblos anillados al río, en el que podría certificar su nueva situación y reclamar ayuda. El tiempo y los jinetes de la noche jugaban a mi favor.
»El liberado siempre era el mismo, con el mismo rostro, como si la angustia y el miedo dibujasen sobre los huesos la misma cara. Un curioso efecto que al principio me inquietó, por recordarme las variaciones que tienen los malos sueños, lo que me hacía extremar las precauciones. Cuentan los soldados que tienen la sensación de haber matado siempre al mismo hombre, a veces lo ven por la calle, o tomando un café a su lado, y se estremecen. Yo tengo la impresión de haber viajado con el mismo prisionero, por el mismo camino, en la misma noche. Aunque trataba de encontrarles diferencias, como en un juego, “en esta ocasión es más alto”, me decía, o “parece más joven” o “mucho más viejo”.
»El movimiento más peligroso se encontraba a la salida de Arbal. Yo iba el primero, tirando por una cuerda invisible del espectro que me seguía a unos diez metros de distancia. Nada más bordear el río y dejar a un lado el cementerio, que ponía un fantasmagórico límite al pueblo, nos sumergíamos en la espesura del bosque. Entre su follaje se fundían nuestras sombras y cruzábamos las primeras palabras, un diálogo entrecortado que conoc&
iacute;a demasiado bien. La noche y el camino nos hermanaban, no se sabía quién ayudaba a quién. Un resbalón, y él me tendía su mano; un ruido inquietante, y yo le tapaba la boca. El ser desconfiado y distante que había iniciado el viaje se transformaba, según avanzábamos, en un agradecido y fiel amigo, también en el mejor confidente.
iacute;a demasiado bien. La noche y el camino nos hermanaban, no se sabía quién ayudaba a quién. Un resbalón, y él me tendía su mano; un ruido inquietante, y yo le tapaba la boca. El ser desconfiado y distante que había iniciado el viaje se transformaba, según avanzábamos, en un agradecido y fiel amigo, también en el mejor confidente.
»Por el día dormíamos en los pajares registrados en mi mapa; por la noche continuábamos ascendiendo los sinuosos relieves, casi siempre en compañía de una Luna muda que iluminaba los valles como un sol ciego. El aire fresco y purificado de la cordillera hacía pensar en una realidad distinta. Los animales nocturnos se dedicaban a la actividad que invariablemente habían hecho, durante siglos, sus antecesores, ajenos al objeto de nuestra penosa marcha. La guerra y las bajas pasiones parecían propias no sólo de otro espacio, sino de otro tiempo. En algunas ocasiones mi compañero de viaje —vuelvo a repetir que tengo la impresión de que siempre era el mismo— lloraba por la dulce sensación de libertad que recorría su cuerpo y porque recordaba los amargos días vividos en un agujero.
»No me demoraré más ni daré más detalles, por otra parte previsibles, de las conversaciones mantenidas en esos momentos de cercanía. La última noche del viaje era la más agotadora. Teníamos que doblar la arista de la montaña para alcanzar las escarpadas laderas de los valles leoneses. Los hayedos son las formaciones forestales más representativas de aquellas estribaciones; sus árboles, muy frondosos, pueden alcanzar hasta treinta metros de altura; pero además de los hayedos también existen otras variedades arbóreas, como el acebo, el serbal de cazadores, el tejo, y en las vaguadas más umbrías, los avellanos; entre ellos crecen en desorden los piornales y la retama blanca. La marcha resultaba muy dificultosa por esa espesura. Los arbustos parecían tirar de nuestros pies para que no continuásemos el viaje. A veces dos siluetas nos sorprendían, agazapadas, detrás de un árbol: eran nuestras sombras, que trazaban los signos inquietantes de una emboscada. El viaje comenzaba a surtir sus efectos. El cansancio y la fatiga, que hasta ahora habían quedado encerrados en un cuarto oscuro, aparecían con toda su crudeza en el cuerpo de mi acompañante, que jadeaba al levantar las pesadas losas de sus pies. El Esla, cuya denominación antigua Astura llegó a dar nombre a un pueblo, tiene un origen enigmático y ramificado; en sus orillas, como en los legendarios ríos de la historia, creció una oscura civilización que acaso todavía traza sus designios sobre aquellas laderas llenas de dolinas, sumideros y jous.
»—Ya estás a salvo, ahora descansa un poco; más tarde te acompañaré hasta uno de los brazos del río. A partir de ese momento continuarás solo, a menos que quieras cambiar los papeles y ser tú quien me lleve de nuevo con los míos.
»Estas palabras surtían sus efectos. El prisionero me abrazaba contemplando los frondosos árboles que descendían monte abajo como una verde escalera, para dejarse caer, como un niño exhausto, por los peldaños del sueño. A veces paseaba alrededor del durmiente; en otras ocasiones actuaba con rapidez. Desenfundaba la navaja, yo no era Horacio Brisca, no podía darles ninguna ventaja, pero sí quería que me vieran, que comprendiesen. Cuando les despertaba iniciaban el movimiento de levantarse con la sensación de haber dormido varios días seguidos, clavándome sus ojos culpables. Justo en ese instante percibían la mordedura letal del acero.»
Los siete hombres que le escuchaban guardaban silencio, apoyados contra los sillares de piedra, como si fueran un bajorrelieve vivo de aquellos muros monacales.
«En realidad no hacía más que prolongar su suerte y aplicar la sentencia del tribunal invisible que velaba por nosotros. Estaban condenados y yo les procuraba otra muerte distinta, les alargaba el plazo, les ofrecía la oportunidad de percibir otras sensaciones, al mismo tiempo que servía al poder instituido, y a mantener en pie el edificio de nuestros ideales. Por eso cobraba por adelantado los servicios prestados, antes de desvalijarles. De haber actuado todos como yo, no habríamos perdido la guerra. Por supuesto, no he dejado testigo alguno que pueda acusarme, y a los ajusticiados nadie les arrancará el último sello. Podrán sospechar que no hayan llegado a beber las aguas del Esla, pero ¿quién, en estos tiempos de inmundicia, está libre de sospecha? Además, ¿qué pensáis que es una guerra?, ¿en qué mundo habitáis todavía? Una guerra es una selección natural, en la que sólo sobreviven los peores o los mansos sin corazón. Gente como yo les somos muy necesarios a los triunfadores, nos necesitan para justificar sus atrocidades, su inclemencia, ahora más que nunca. Sin nosotros no podrían establecer su escala de valores, ni edificar la jerarquía moral de sus leyes de entre los escombros. En cambio, vosotros sí que sois una lacra, para unos y para otros, que tal vez se solucione este amanecer»
La Luna se filtraba por los altos ventanales del monasterio, con la luz de un sol ciego.
Foto: Generated view of Earth/Moon as seen from Mars – looking past the Sun (5.12.2008). Esa.