La noche del arpa
El bullicio de la gente y las gracias de los mimos haciendo carantoñas a los más pequeños, animaban aquella noche en Portoferraio, capital de la isla de Elba.
Sentados a la mesa de uno de los muchos restaurantes instalados alrededor de la plaza, dos profesoras y una treintena de alumnos de un colegio español, daban cuenta de la cena mientras comentaban la visita realizada durante el día a los pueblos de la isla y la información escuchada por boca del guía sobre su origen volcánico y sobre el interés que había suscitado en civilizaciones de griegos, etruscos, y cartagineses quienes, durante siglos, se la disputaron con el deseo de apoderarse de sus yacimientos minerales, así como que en ella había reinado durante algo más de diez meses el mismísimo Napoleón.
Pero, aunque aquella explicación había resultado interesante para algunos, para otros no era lo que más les importaba de la isla ni del viaje. Lo mejor, si duda, era el haber tenido la oportunidad de disfrutar de sus playas, de su sol y sobre todo de la compañía de las estudiantes que sin la tutela familiar daban rienda suelta a sus ganas de vivir y a su deseo de pasarlo bien.
En esa conversación estaban cuando las farolas de la plaza se apagaron dejando como única iluminación las velas colocadas sobre las mesas que convertían el lugar en algo mágico y lleno de misterio.
Pocos segundos después unos focos de gran potencia daban luz a la tarima colocada al fondo de la plaza en la que, según lo programado, iba a celebrarse un concierto de arpas.
Laura, cogió entonces el programa que estaba encima de la mesa con el deseo de conocer las piezas que se iban a interpretar.
Había de todo; temas bellísimos de los compositores Vivaldi, Mozart, Claude Debussi, Maurice Ravel y de algunos otros no tan conocidos, que a pesar de haberlos escuchado en numerosas ocasiones, hacerlo ahora en aquel lugar único, sin duda harían del espectáculo algo inolvidable y singular.
Pero, a pesar de la belleza de las composiciones, solo una de ellas la hizo recordar algo querido y lejano que ni el tiempo transcurrido desde entonces había podido borrar; algo vivido en sus años de estudiante cuando la escuchó abrazada al primer hombre que había amado, en otra noche de verano, en un teatro instalado al aire libre en una playa francesa, ejecutada por una orquesta compuesta solamente por arpas que interpretó «para ellos dos» el Vals de la Musetta de la ópera La Bohème del compositor Giacomo Puccini.
Aquel abrazo, antesala de lo que ocurrió después, la hizo conocer un nuevo sentimiento y fue durante aquel trimestre en el que los dos, estudiantes extranjeros en Francia, habían aprendido a quererse y a vivir la mayor historia de amor de toda su vida; una historia, que había terminado al acabar el verano cuando ambos volvieron a sus países de origen, él para seguir con su novia de siempre y ella para casarse años después con la persona de la que se había divorciado hacía apenas dos meses.
Recordando aquélla época, Laura sintió dentro de sí algo a lo que no quería dar nombre y, cuando los músicos comenzaron a ocupar sus puestos, miró a su alrededor pensando en lo maravilloso que sería si la persona en la que estaba pensando estuviera entre todas las que llenaban la plaza.
Poco a poco, y entre grandes aplausos al final de cada pieza, los artistas fueron ofreciendo sus obras con una perfección exquisita. Aquellas melodías, magníficamente interpretadas hacían que el silencio entre los asistentes fuera sepulcral intentando escuchar y sentir aquellas obras como algo infinito y maravilloso.
Solo ella no prestaba atención a lo que estaba sucediendo. Sin saber el motivo, o quizás esperando un milagro, deseaba que fueran ejecutadas las cinco primeras con el deseo de que al llegar la sexta, la que ella había escuchado con la persona que llegó a ser lo más importante en su vida juvenil, esta apareciera para llevarla a una playa y amarla con el mismo deseo de aquel día.
De pronto un sudor recorrió todo su cuerpo y tuvo la sensación de que alguien la observaba con atención. No necesitó muchos segundos para saber que él estaba allí. Su corazón se lo decía y este jamás se equivocaba.
De pronto la persona que la miraba se levantó de su asiento y se dirigió sorteando a la gente hasta la mesa que ella ocupaba. Cuando estuvo a su lado, y como si se hubieran visto el día anterior, el hombre le dijo al oído Viens avec moi.
Laura habló entonces con su compañera y le pidió que siguieran sin ella. También le dijo que volvería antes de que finalizara el concierto pero que, de no ser así, se encontrarían en el hotel.
Sin más explicaciones y fascinada al comprobar que su pensamiento se hacía realidad, abandonó el lugar y siguió al hombre que la precedía y que a paso ligero se dirigía a la playa.
Fue una vez allí cuando el tiempo retrocedió para los dos y al contemplarse sin decirse nada, volvieron a ser aquellos jóvenes que se habían amado por primera vez hacia ya muchos años en una ciudad francesa, tras asistir a un concierto de arpa.
Iluminados por la luz de la luna que en aquel momento se reflejaba en el mar y por un cielo cuajado de estrellas, y arrullados por el murmullo del agua deslizándose sobre la arena, vivieron de nuevo su amor no olvidado que se hacía presente otra vez en un lugar al que ninguno de los dos pertenecía.
Él le contó que seguía viviendo en Inglaterra, el país donde había nacido, que estaba en Elba en viaje de negocios, que era un hombre infelizmente casado y padre de tres hijos a los que nunca podría renunciar, y quizás para consolarla, si es que había necesidad de hacerlo, le dijo también que, a pesar de haber conocido a muchas mujeres, la única en la que pensaba cuando estrechaba en sus brazos a las demás, había sido y sería para siempre su primer amor; Laura.
Ella le dijo que su vida transcurría tranquila tras haberse divorciado de la persona con la que había estado casada durante varios años; que s
e dedicaba a la enseñanza en un colegio español y que había encontrado en su trabajo y en sus viajes, la felicidad y estabilidad que nunca antes había conocido.
e dedicaba a la enseñanza en un colegio español y que había encontrado en su trabajo y en sus viajes, la felicidad y estabilidad que nunca antes había conocido.
Después, todo fue sencillo, y cuando al final tuvieron que despedirse, no se hicieron promesas que pudieran unirles en el futuro, ni tampoco reproches por parte de ninguno de los dos, solo un juramento que ambos deseaban cumplir, el de seguir recordando aquella noche en la que por primera vez habían sabido lo que era el amor.
Cuando cogidos por la cintura dejaron la playa, y volvieron a escuchar los acordes de su melodía que había vuelto a ser interpretada a petición del público, ambos comprendieron que estarían unidos para siempre aunque les separaran miles de kilómetros.
De nuevo en la plaza, cada cual se dirigió a la mesa en la que les esperaban sus acompañantes, y minutos después de tomar asiento, el espectáculo llegaba a su fin.
El público asistente premió con sus aplausos la interpretación de los artistas y poco a poco las farolas se fueron encendiendo.
Desde su mesa, Laura vio como el hombre de su vida dejaba la suya y acompañado de sus colegas abandonaba la plaza.
No miró hacia atrás. No era necesario hacerlo. Ya se lo habían dicho todo en la playa y ese recuerdo valdría para ellos mucho más que cualquier realidad.
Ahora, la vida disponía que tendrían que separarse de nuevo pero Laura tenía la convicción de que en cualquier otro lugar del mundo, y en cualquier otra playa de cualquier otro mar, ella volvería a sentirse abrazada por la persona a quien siempre había amado pues su corazón, que nunca se equivocaba, le decía que habría para los dos una nueva noche de verano.
Foto: SMART-1 star tracker image from 744 km altitude, 25 August. ESA.