La vuelta abajo de Herminio Revuelta
Cuando llegó de Cuba, lo primero que le extrañó fue el frío. La vegetación no tanto, ya que en la isla ésta era exuberante, como para no tener que envidiar a ningún otro lugar. Otra cosa eran el despego y la frialdad de las mujeres.
—Allí mi viejo la mulata consigue fuego al andar —solía decir con su acento caribeño.
Como su fortuna era pequeña, solamente podía volver al pueblo de sus abuelos y establecerse allí. No conocía las costumbres lugareñas, nada más que por ambiguas narraciones de su padre. Pero pensaba que con buena voluntad y un poco de suerte, cualquier lugar podía ser bueno.
De lo que en realidad sabía era del tabaco. Su cultivo, su recolección, su elaboración y por supuesto su consumo. Así que cuando llegó al lugar que sería su residencia en el futuro, no pudo por menos que sentir desánimo. Era un hermoso valle, de eso no había ninguna duda. Un caudaloso río lo partía a la mitad y en ambas riberas, huertas cultivadas con esmero llegaban hasta donde la vista alcanzaba.
La casa que había heredado, era una antigua construcción asturiana. Un corredor acristalado o galería ocupaba la parte frontal de la edificación. Se hallaba al borde del camino, y algunas plantas silvestres y enredaderas que colgaban de los aleros presagiaban un descuido extremo en los últimos años.
Así que Herminio Revuelta, comenzó a trabajar con ahínco. Limpió el interior de la casa y puso los pocos enseres en orden. Sus vecinos que lo observaban con un interés que rayaba en la indiscreción, veían a un hombre ocupado. Una sombra que jamás se detenía. Un incesante ir y venir del trabajo, y siempre el aroma fugaz de un puro entre sus dientes.
En poco tiempo, tuvo desbrozado el prado que rodeaba su residencia. Luego desaparecieron las enredaderas que enmarañaban el tejado y parte de la fachada. Comenzó a cultivar una pequeña huerta, que con celeridad sobrepasó sus necesidades, y pronto en alguna propiedad cercana se advirtió la obra de la azada, que lenta, pero inexorablemente, preparaba la tierra para una siembra ambiciosa.
Herminio era un hombre locuaz. Pero no se excedía con sus vecinos, ya que la mordacidad e ironía de éstos en ocasiones, le hacían ponerse furioso y esto le hacía sentirse mal durante bastante tiempo. Pasaron algunos días y las lluvias hicieron germinar con más fuerza si cabe los productos de la huerta. Pronto quedó demostrado que las frutas y hortalizas que él cultivaba, eran de muy superior calidad a las del resto. Cierto era que les dedicaba mucho de su tiempo disponible, pero la diferencia era tan notoria, que pronto fue el comentario unánime en todo el pueblo.
En una ocasión en la que entró en la taberna, a comprar un cigarro puro y a tomar un café, dos labradores discutían sobre las expectativas del maíz y su recolección, que era inminente. Herminio no dijo nada. Simplemente saludó en voz alta al llegar y permaneció impasible. Mientras saboreaba el café, aspiraba largas y profundas bocanadas de humo del cigarro. En un momento en el que cesó la conversación, uno de ellos se dirigió en voz alta hacia él:
—¿Herminio, que va a plantar usted en la huerta nueva?
Éste permaneció unos segundos en silencio, como si contemplase por primera vez el humo del tabaco subir en lentas volutas hacia el techo y ésa fuese su única preocupación. Luego con un susurro premeditado respondió:
—Tabaco.
Todos los presentes quedaron estupefactos y en silencio. Luego con asombro se miraron el uno al otro y luego alternativamente, ambos miraron al tabernero que permanecía absorto, con un gesto de extrañeza en sus rostros. Por último y casi de una manera sincronizada, comenzaron a reírse. Cuando hubo pasado el primer momento de hilaridad, Herminio Revuelta se había ido.
Pasaron algunos meses y ya desde el camino que bordeaban la finca, se veían con claridad, unas pequeñas plantas de un verde intenso, que crecían con hojas sanas y apretadas. Eran indudablemente las plantas del tabaco. Herminio continuaba su incesante ir y venir, ocupado en diversas labores y los frutos de su trabajo eran palpables, no sólo en la tierra que mimaba, también en su propia casa. Humilde pero arreglada, tenía adosado un nutrido gallinero, donde las aves revoloteaban incesantes. Pronto pudo vender parte de sus productos, y a la par que su prosperidad era creciente, decreció su trato con los vecinos del pueblo.
Una mañana, un pequeño grupo que se encaminaba a sus labores diarias encontró a uno de los perros de la aldea, muerto en el camino. No tenía excesiva importancia para ellos, ya que siempre habían muerto perros o gatos de las más diversas maneras. Pero aquél en concreto, tenía seccionado el cuello de un tremendo tajazo y prácticamente se había desangrado.
—¿Este perro es del pueblo? —preguntó una de las mujerucas del grupo.
Tras diversas consideraciones, llegaron a la conclusión de que en realidad era el perro del tabernero. Alguien apuntó con timidez que no había lobos desde bastantes años atrás y que lógicamente, se debería a una pelea con un animal mayor que él. Quizá un mastín. Pero mientras reanudaban su marcha, nadie pudo constatar la existencia de un mastín en el vecindario. Ni siquiera entre los pueblos vecinos poco dados al pastoreo.
Las semanas se sucedían en aquella primavera y pronto otros hallazgos inexplicables vinieron a sumarse al anterior. Un par de gallinas, que también se encontraron totalmente desangradas. Y a veces un gato, otras un conejo. En una ocasión, encontraron un cordero. Y estos descubrimientos siempre estaban próximos a las fincas de Herminio Revuelta.
Mientras, el
tabaco prosperaba de un modo inexorable. Las plantas llenaban con su verdor las tierras roturadas y un vergel se extendía por todas las parcelas como un mar de promesas vegetales, que los lugareños, en el fondo de su alma envidiaban con todas sus fuerzas. Revuelta cada semana, depositaba con regularidad una carta en el buzón público del pueblo. En una ocasión hasta llegó a tomar el autobús de línea regular que tenía como destino la capital.
tabaco prosperaba de un modo inexorable. Las plantas llenaban con su verdor las tierras roturadas y un vergel se extendía por todas las parcelas como un mar de promesas vegetales, que los lugareños, en el fondo de su alma envidiaban con todas sus fuerzas. Revuelta cada semana, depositaba con regularidad una carta en el buzón público del pueblo. En una ocasión hasta llegó a tomar el autobús de línea regular que tenía como destino la capital.
—¿Qué se traerá entre manos? —se preguntaban los vecinos.
—Algo sobre el tabaco —respondió el cartero—, todos los sobres van dirigidos a compañías tabacaleras.
Entre tanto un ambiente pesado y negro se cernía sobre el pueblo atareado en sus obligaciones. Eran escasos los animales que merodeaban alrededor de los caseríos. Cada vez era más menguado el número de gatos que nacían de las camadas. Sólo algunas gallinas picoteaban con libertad en los prados próximos. Y si lo hacían, invariablemente al anochecer faltaba alguna. Luego aparecían sus restos desangrados en alguno de los caminos cercanos.
Una mañana cerca ya del mediodía, un automóvil se detuvo ante la casa de Herminio Revuelta. Descendieron dos hombres y le estrecharon la mano. Luego Herminio los acompañó por el camino hasta sus plantaciones de tabaco. Éstos miraron con atención, tomaron algunas muestras y asintieron visiblemente complacidos en varias ocasiones. Todo ello, no hizo más que exacerbar la curiosidad del pueblo y por supuesto provocar los más diversos comentarios.
Cuanto más se acercaba la fecha de maduración de las plantas, más se multiplicaban las ocasiones en las que ocurrían sucesos extraños con los animales. Varias vacas fueron halladas tras su estancia en uno de los prados de pasto, con heridas en el cuello. Pequeños cortes hechos por algún animal depredador, con el ánimo de extraerles parte de su sangre. Pronto algunas reses languidecieron y parecían cansadas, hasta el extremo de verse en dificultades para abandonar los establos.
En el pueblo cundió la alarma y algunos vecinos dedicaban parte de su valioso tiempo a vigilar al ganado, que entonces, con la presencia de sus dueños, recuperaba pronto la salud perdida. La situación no era muy buena para nadie. Aquella vigilancia extrema impedía a sus propietarios realizar otras labores en el campo, y los que guardaban su ganado en las cuadras, sin sacarlo al exterior, comprendían que aquellas circunstancias no podían durar mucho.
Cuando llegó la época de la recolección, Herminio Revuelta con método incansable, procedió a recoger las hojas más maduras, que correspondían a las plantas más tempranas. La cosecha estaba vendida de antemano y pronto tendría que entregar el pedido. En el pueblo se comentaba que la calidad del tabaco era muy superior a ninguna conocida. Así que la expectación crecía en torno suyo. Herminio madrugaba con la primera luz del alba y se afanaba como jamás lo había hecho en sus campos.
Durante unos días amainaron los sucesos inexplicables que venían masacrando a los animales. Solamente uno de los vecinos, empecinado en conservar las vacas en el exterior, mantenía a su ganado en el prado día y noche. Este hombre, conocido en el pueblo por su testarudez, vigilaba su rebaño con celo continuo, y en muchas ocasiones portaba visiblemente la escopeta sobre el hombro, en cuyas recámaras asomaban amenazadores dos cartuchos alimañeros.
Una de aquellas noches la oscuridad era absoluta y un cielo cubierto de nubarrones impedía que la luna fuera visible. Tras la cena, el hombre decidió acercarse hasta el prado en su ronda nocturna y ya rutinaria. Mientras caminaba sendero abajo, oyó lejos el mugido reiterado de uno de los terneros. Así que cerró el arma y retiró silenciosamente el seguro. Apartándose ligeramente del camino, avanzó con cautela y casi adivinó una forma que parecía sujetar al becerro que se debatía inquieto.
Alzó el arma y buscó el punto de mira. Al coincidir con aquella forma, sólo pudo ver la silueta de algo inidentificable, que se afanaba en desangrar a la res con algún objeto punzante. No dudó un momento, el disparo tronó en la noche y la silueta alcanzada por los proyectiles de grueso calibre, cayó fulminada hacia atrás. Cuando las gentes del pueblo acudieron con linternas al lugar, se encontraron a Herminio Revuelta agonizando entre estertores. Cerca de él, un cuchillo ensangrentado y un cubo con la sangre del ternero, acusaban delatoramente al culpable de aquellos sucesos extraños. Durante unos momentos nadie pudo articular una sola palabra. El improvisado cazador, explicó entre balbuceos los hechos y luego interrogó a Revuelta:
—¿Por qué lo hacía Herminio? —preguntó el autor del disparo.
—Lo necesitaba para abonar mis plantas —respondió agonizante. La sangre era en Vuelta Abajo el mejor fertilizante. Solamente que allí era más fácil conseguirla.
—¿Y cómo la conseguía?
—Para eso estaban las güajiras.
Y con la noche estival que comenzaba, Herminio Revuelta exhaló su último suspiro.
Foto: SMART-1 view of Shackleton crater at lunar South Pole. 6 de enero de 2006. ESA.