Mon amour, mon canibale
En cuanto le vi supe que con él sería diferente. A juzgar por lo que vino después, no me equivocaba. Pero mejor empezar por el principio.
Le conocí en una discoteca a la que solía ir de vez en cuando. Yo había ido con unos amigos, pero pronto los perdí de vista, cada uno a lo suyo. La sala de baile estaba repleta de gente; la música, como de costumbre, ensordecedora. Hacía mucho calor y el ambiente, cargado, se me hacía irrespirable. Salí afuera a fumar un cigarrillo.
Era una noche de verano cálida, agradable. Soplaba una ligera brisa y el ruido de la música llegaba amortiguado. Se estaba bien. No sé qué tienen las noches de verano, pero la verdad es que predisponen. Un amigo mío solía decir que las noches de verano tienen mucho peligro. Estoy de acuerdo.
Fue entonces cuando le vi acercarse, saludar al portero como si le conociera de toda la vida y entrar en la disco. No le había visto antes.
Acabé el pitillo y regresé al interior.
Estuve unos minutos dando vueltas, ojeando al personal, pero sin suerte. Y, de repente, allí estaba él bailando como un poseso. Parecía como ausente, a solas con sus movimientos sensuales al ritmo del chunda-chunda. Yo no podía despegar la vista de él. Me tenía como hipnotizado, el tío. Me atraía su forma animal de bailar, su cuerpo flexible y sudoroso.
En un momento determinado me miró. O al menos me pareció que me miraba. Yo me hice el disimulado y él continuó bailando. Cuando se cansó de bailar salió de la pista y pasó por mi lado. Me hizo un guiño.
Con esto tuve bastante.
En los próximos días salimos juntos varias veces. Por la mañana nos veíamos en la playa. Por la tarde salíamos de paseo y nos sentábamos a tomar un helado en alguna terraza. Más tarde, después de cenar, íbamos a algún disco-bar. Solíamos terminar la noche en mi apartamento.
En cierta ocasión fuimos a cenar a una parrilla argentina recién inaugurada. Nada más sentarnos a la mesa me fijé en su cara. Nunca le había visto con una expresión tan exultante. «Ummm», dijo, «esto huele de maravilla». Luego vino el camarero e hicimos la comanda. Cuando el camarero nos preguntó cómo queríamos los bifes, yo le dije: al punto. Él dijo: sangrante. Y me sonrió.
Se terminaron las vacaciones, se acabó el verano y en otoño nos pusimos a vivir juntos.
Al principio me costó hacerme a la idea de que éramos pareja. Lo cierto es que nunca antes me había liado con nadie en este plan. Solo había tenido ligues pasajeros que me duraban unos pocos días como máximo. Pero con él era diferente.
Lo cierto es que no podía quejarme. Él se mostraba muy atento y cariñoso. Tenía buenos detalles conmigo. Un día llegó del trabajo con una caja de bombones. «¿Y esto a qué viene?», le pregunté. «A nada en especial, te lo mereces», me contestó. «Ya sabes que me encantan los bombones, pero si los como me engordan», le dije. «No importa, cariño», replicó.
Desde el inicio de nuestra convivencia fijamos el reparto de tareas de la casa. A mí me tocó cocinar. Yo ya sabía qué era lo que más le gustaba, así que le preparaba unos buenos filetes con patatas fritas y él se los comía con un gusto que daba gloria verlo. Yo, como estaba a dieta, me tenía que contentar con ensaladas y verduras.
Tuvimos alguna que otra pelea por culpa del cine. A él le gustaban mucho las películas gore. Cuanta más sangre y más vísceras hubiese, más parecía disfrutar. A mi me ponían de los nervios. Una vez se bajó de Internet El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante. Le pregunté qué le había parecido. Me contestó que mucha estética y poca chicha. De modo que mientras él se quedaba solo frente al televisor, con su cerveza y sus palomitas, viendo estas películas, yo me iba a mi habitación, me ponía el mp3 con música clásica y leía alguna novela histórica.
Todo esto debía de haberme puesto en alerta, pero yo estaba demasiado enamorado como para ver las cosas claras. Un amigo -no el de antes, sino otro- me dijo que no le gustaba mi pareja y que no me convenía. No le hice caso. Siempre había sido muy envidioso.
Desgraciadamente, no tardé en sentirlo en mis propias carnes. En la cama era muy fogoso, pero un día se pasó. Mientras estábamos haciendo el amor me pegó un mordisco en la tetilla izquierda que me arrancó de cuajo un trozo de carne. Lo masticó y me dijo que estaba delicioso. Me quedé de piedra. Sentí mucho dolor y me salía tanta sangre que tuvimos que ir a urgencias a que me curasen la herida. Me pusieron media docena de puntos. Luego, en casa, me pidió disculpas y me dijo que me adoraba y que, por favor, no le dejase.
Cometí otro error. Continué a su lado.
Poco después pasó lo que tenía que pasar.
Era domingo
por la mañana. La noche anterior habíamos salido con unos amigos a tomar unas copas. Yo estaba en la cama, durmiendo tranquilamente, cuando de repente se me acerca y me pone un cuchillo en la garganta. Un cuchillo de carnicero. No tuve tiempo de reaccionar.
por la mañana. La noche anterior habíamos salido con unos amigos a tomar unas copas. Yo estaba en la cama, durmiendo tranquilamente, cuando de repente se me acerca y me pone un cuchillo en la garganta. Un cuchillo de carnicero. No tuve tiempo de reaccionar.
Al menos tengo que agradecerle que lo hiciera de forma rápida y que el tajo fuera lo suficientemente limpio y profundo como para no enterarme de que lo que me estaba haciendo. Pero lo cierto es que lo hizo. Me mató. Me dejó bien muerto.
De lo que pasó después no tengo información de primera mano. En el juicio dijeron de él cosas que nunca llegué a sospechar. Dijeron, por ejemplo, que después de asesinarme me había cortado en trozos y guardado en bolsas de papel albal en el congelador. Al parecer de vez en cuando me freía en la sartén y gozaba de mí.
A pesar de todo no le guardo rencor. La culpa fue mía, por no darme cuenta a tiempo. Porque si llego a saber que cuando me decía «qué guapo eres, mon amour, te comería entero» no era un cumplido sino un deseo verdadero, me lo hubiese pensado dos veces. Pero era tan amable y cariñoso.
Foto: Double crater on the Moon. 2 de septiembre de 2006. ESA-SPACE-X