Pinchazo
La gente cree que los mendigos perdieron algún día las llaves de sus coches o que ya no recuerdan dónde los aparcaron, por eso vagan por ahí sin rumbo. La gente se cree muy lista. Tiene la idea de que si no sonríes como un bobo y tu ropa apesta, posiblemente no te quede nada en la vida, ni siquiera la rueda de repuesto. Y no es que yo sepa gran cosa, ignoro quién provoca los terremotos y los huracanes, tampoco me adelantaba al profesor del taller de escritura creativa en sus explicaciones, pero ahora que apenas leo ni escribo, ahora que casi no devuelvo las llamadas y me paso las horas esperando los cortes comerciales en la pantalla del televisor, he descubierto que cuando lo pones todo patas arriba, como al divorciarte de alguien con quien llevabas casado varios años –y te tenía un poco harto– o al lanzar miraditas a una desconocida despampanante durante una comida de amigos que en realidad no son tus amigos, muchas cosas pueden cambiar para bien o para mal, te arriesgas a ello, otras no necesariamente. Un pinchazo no significa que vayas a quedar en mitad de la carretera para siempre, alguien puede venir en tu ayuda, y esta vez —por loco que puedas considerarme— desearía que de nuevo fuera esa chica glamurosa de las portadas de revista. Ya sé que dirá que está dispuesta a llevarme a cualquier sitio y que le recuerdo a Gary Cooper, también que es una embustera sin remedio y que se conduce por ahí de manera imprudente y temeraria. Si por casualidad viene, no te preocupes, me agarraré bien en cuanto cojamos alguna curva.
Como ya habrás podido intuir: soy un individuo patético pero intento hacer algo al respecto. Deja que me convierta en una de esas personas que, después de una catástrofe natural, regresan a sus casas para comprobar lo que ha quedado en pie. No voy a contarte nada sobre mí, tampoco sobre los hombres con ojeras y barba de dos días, ni sobre los hombres de edad respetable que de pronto dicen adiós a la tranquilidad y viven un amor atormentado, un amour fou como dirían los franceses; mejor te cuento algo sobre lo que me pasó esta misma noche de verano, cuando llegaba con retraso a la fiesta porque en realidad no tenía ganas de ir y porque me di cuenta tarde de que en casa no había cuchillas de afeitar.
Rosa y Charlie tenían el mismo aspecto de siempre y aquel no era su mundo, aunque lo cierto es que tampoco habría sido el mío hace unos cuantos años. Alguien de la organización se les acercó seguramente para pedirles que se alejasen, pero eran demasiado obstinados como para irse por las buenas, sin organizar algo de alboroto; les encantaba llamar la atención. Los veía agitar sus brazos, dando explicaciones en un lenguaje que quizás nadie, entre el gentío, iba a conseguir entender. Yo no había hecho un movimiento y el taxista comenzaba a impacientarse. Cuando por fin estaba a su lado, dije que los conocía esperando que así los dejasen en paz y, en lugar de eso, me gané un empujón y la advertencia de que me metiese en mis asuntos. El empujón y la advertencia me los dio Charlie sin fijarse en mí, pendiente del individuo que se les había acercado.
Y permíteme que te aclare que Rosa es mi madre, una de esas madres que se sienten humilladas cuando las llamas mamá porque entonces se sienten viejas o inservibles para hacer otra cosa que no sea fregar platos y planchar camisas; antes pensaba de esa manera y, la verdad, no creo que haya cambiado mucho en ese sentido. Nunca nos dijo ni a mí ni a mis tres hermanos quiénes habían sido nuestros padres, nosotros no hicimos preguntas, en el fondo nos gustaba ser un poco huérfanos y dar pena, de esa forma conseguíamos cosas de los demás sin derramar lágrimas. Mientras vivió la madre de Rosa, a quien no llamamos abuela jamás, nos quedábamos con ella largas temporadas mientras Rosa se iba con algún guapo conductor de paso por la ciudad. A veces la gasolina le permitía estar por ahí dos o tres meses, otras volvía al día siguiente, con un humor de perros. Charlie fue el único hombre que aguantó sus brazos apretados alrededor del cuello durante el tiempo suficiente como para que ella no creyese que iba a perderlo. No es que fuera gran cosa, sólo lo bastante persuasivo; tenía la labia de cualquier buen vendedor a domicilio, y un magnífico 124 en el que hicimos largos viajes.
Circulábamos por carreteras secundarias, con la radio puesta y las ventanillas bajadas. Si parábamos para llenar el depósito, Charlie nos compraba helados. Lo adoramos enseguida. Con él vivimos aprisa. Nos enseñó que nada es gratis y que, por tanto, puedes exigir que los demás te paguen tus sonrisas. También nos enseñó matemáticas en los supermercados, haciendo tres por dos, pequeños hurtos para demostrar que uno no debía pagar más de cierta cantidad por cada producto, para conseguirlo sólo hace falta tener buenos bolsillos. A su lado aprendimos bastantes cosas sin necesidad de hacernos mayores, conseguía que todo resultara emocionante aunque en ocasiones él y Rosa se pusieran a discutir delante de nosotros.
De la vida pasada de Charlie nunca llegamos a saber demasiado, sólo que el 124 no era suyo porque un día se nos acabó la gasolina y lo abandonamos en la cuneta y unas horas después íbamos montados en un Tiburón. Charlie bebía, apostaba, eructaba, y Rosa lo quería a pesar de los insultos y los golpes, el amor es misterioso.
La policía se los llevó juntos a la cárcel, en el asiento trasero del mismo coche.
Al verlos hoy, después de tantos años, no me importaron el golpe y la advertencia de Charlie, me dolió que ni él ni Rosa me reconocieran, que se fueran sin despedirse, porque si me hubieran dado una oportunidad les habría dicho que con ellos había aprendido muchísimo aunque aún no sepa qué con exactitud, les habría dicho que no estoy demasiado en forma porque hace poco me divorcié para irme con una mujer cuya vida disparatada no entiendo pero con la que durante unos segundos sentí aquellos instantes de felicidad infinita en que uno conduce con las ventanillas bajadas y la radio puesta.
Nada más se perdieron en la noche, deambulé por el aparcamiento y me sorprendí al pensar que, por alguna razón, no sé conducir y nunca me he molestado en sacar el carné. Ese pensamiento, sin embargo, se borró al abrirme paso entre los invitados y verla a ella, que me dedicó la mejor de sus sonrisas.
Foto: Young crater ‘Cuvier C’ as see
n by SMART-1. ESA