Poesía. Por Rubén D. Rodríguez. 31/03/2009

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Cómo arde la noche en mi memoria
esa única llama que es la noche,
y para encontrar la carne extravagante
que ilumina estos días
son fatales los recuerdos
o las excusas tontas
que no nos llevan a ninguna parte:
“no me hace caso en el baile
o es demasiado bella para saborear hoy su cuerpo”.
No importa, la duda es parte del juego,
así que te acercas
en el momento que menos se lo espera,
y conversas sobre la música y sus grupos
de música favoritos,
sobre el alcohol y sus propiedades,
sobre el rostro y sus complicidades perversas,
luego huyes,
al refugio seguro
de la barra más próxima,
bebes, te dejas arrastrar –de nuevo por el baile,
y observas a otro presa,
y recuerdas
que otra noche más volverás solitario
aullando y sin saber ni tan siquiera
que hubiera sido mejor
-al calor de la fiesta-
destrozar a mordiscos
aquel cuello solitario
o dar un casto y helado beso
a la diestra y siniestra.
 
 
 
 
Apenas ya te reconozco
amiga mía,
que fuiste no hace mucho tiempo
la reina de las fiestas,
la mujer volcán, Herculano,
en plena efervescencia.
hacer lo imposible
morir de hambre,
danzar mientras bailabas
a poco metros,
mirarte de reojo
para luego reinventarte.
No queda ya nada de todo eso
sólo que el tiempo
y sus circunstancias han variado
si ya no existes en mi mente
date por muerta
porque en esta noche bárbara
de excesos y amigos
no se hacen prisioneros,
sólo faltaba que hagas ahora
el papel de mujer loca enamorada,
y me digas que te acuerdas
uno a uno de todos mis movimientos,
de mi ginebra favorita
de cómo observabas oculta,
aquella forma extraña y primitiva
que tenía
de morder cuellos ajenos.

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