Rijo y canícula, de Ernesto Colsa, 6/09/2010. De próxima publicación en Una noche de verano

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Rijo y canícula
 
 
No es fácil la vida del viajante. En el yermo castellano, es durante estos atardeceres del mes de agosto cuando la indolencia se adueña del alma y el aburrimiento se muestra más agresivo; cuando sólo se precisa una mirada en derredor para aprehender la sordidez del entorno: los pinchos de tortilla resecos, los programas televisivos para amas de casa, la luz de un sol ya en decadencia que atraviesa la cristalera, y los niños de la tendera pidiendo la merienda. Son momentos en los que uno ha de procurarse satisfacciones primarias para espantar la soledad y la congoja.
Yo, que me precio de haber disfrutado muy varias experiencias, nunca fui a putas, aunque de estudiante me dejé caer alguna vez por locales de alterne para fanfarronear con los amigos. No lejos de aquí hay un club que presta cobertura a la zona; un garito de carretera cuyos neones le confieren un característico aspecto de servicio público, como la cruz verde a la botica o el campanario a la iglesia.
Tomada mi decisión, me aplico varios gin tonics en el bar con el fin de superar los temores de principiante, y ya llevo un ligero cebollón cuando arribo al Jaymont’s, que así se llama el club. Aparto la gruesa cortina que protege su interior de las miradas de niños y beatas, y quedo subyugado por la irrealidad de saldo que me circunda: luces tenues y música al peso, acolchados que simulan cuero y elegantes camareros. Este esplendor de baratillo crea un fascinante efecto de intemporalidad y sofisticación miserable donde todo, desde el ambientador a granel hasta el más nimio detalle kitsch, forma parte de una representación preconcebida a la que uno no puede sustraerse.
Me acodo en la barra sin mirar a los lados, esperando acontecimientos. No pasa un minuto sin que se acerque la madame:
—¿Qué quieres tomar, cara guapa?
—Un… un gin tonic, por favor.
—¿De larios o de bifíter?
— No sé, ponlo como te parezca. Es la primera vez que vengo y estoy un poco nervioso, ya sabes.
— Relájate, hombre, que vas más tieso que una vela —se parte los ijares de risa. Entonces, ¡maldición!, llama a una de sus chicas—: ¡Yois! ¡Yois!
Comparece una mulata que presumo espectacular, aunque ya se sabe que, de noche y trompa, los cardos son ambrosía:
—Hola, mi amol, ¿me invitas a una copa?
La pobre Yois, que no parece disponer de muchas luces, tiene ante sí un trabajo para el que no la veo capacitada, pues cada vez me encuentro más fuera de lugar. A mi rostro aflora el rictus lerdo de quien no sabe qué decir ni qué expresión poner.
Pero se obra el milagro. La muchacha logra que me relaje con su suave deje iberoamericano y una conversación previsiblemente pícara. Cuando obvia el guión de vodevil que se trae aprendido, el diálogo fluye con naturalidad. Tanta candidez sorprende para lo que se le supone vivido, y logra desbaratar con unas pocas frases insustanciales el mito que sobre las putas me he forjado tras tantos años de pornografía mal interpretada.
Pronto nos dirigimos al reservado, una zona en penumbra amueblada con sofás, donde habré de pagar otras dos consumiciones escandalosamente más caras que en la barra, que con toda seguridad ella tirará en algún florero cuando no me dé cuenta. Estoy ejerciendo cum laude mi papel de novato, y la madame debe de estar frotándose las manos; no así Yois, que sólo verá las migajas y a lo peor algún sopapo por demorarse tanto con el mismo cliente. Sugiero ir a la habitación y bebo media copa de un trago; el estómago se me contrae en una feroz arcada, que contengo como puedo permaneciendo inmóvil. Superada la crisis, me incorporo, y nos encaminamos hacia el piso de arriba. Presto aparece un camarero para impartir unas exhaustivas instrucciones sobre las tarifas; a continuación le proporciona una llave a Yois y nos ofrece un par de copas —Gin tonics, ¿verdad?— que ella se apresura a aceptar antes de que pueda oponerme.
Consta nuestro cubículo de un camastro y una mesita; al lado opuesto, una cortinilla oculta el aseo. El resto del espacio permanece diáfano y forrado de espejos, con lo que se pretende que la estancia aparente menor ruindad. Yois se retira y me dice que aguarde. Dado que el tiempo apremia, me voy despojando de la ropa para encontrarme listo cuando regrese, aunque la excitación se encuentra bajo mínimos, y me temo que ello no sea imputable exclusivamente al alcohol. Aquí me hallo, desnudo como un proscrito y reflejado en los espejos, y pienso que no soy yo quien me devuelve la mirada, el labio belfo, el pelo escaso y una expresión de curda y de pobre hombre que da asco verla, acentuada por la pálida luz del neón azulado, que no sé a santo de qué se empeñan en colocar por todas partes. Recuerdo entonces que estoy aquí para divertirme, y ya que el desembolso no va a ser cosa de broma me concentro en lo que he venido a hacer.
Descorro la cortinilla para orinar y observo con asombro que la instalación se compone de un lavabo y un bidé, mas carece de inodoro. “¿A quién se le ocurre diseñar un aseo sin retrete?”, pienso indignado, pero al instante caigo en la cuenta de que resultaría, cuando menos, antihigiénico sentir cómo una taza de váter regurgita sonidos y esencias de cañería mientras al lado tiene lugar un acto de amor, por muy sinalagmático que éste sea. Meo, pues, en el lavabo, dejando correr el agua. Yois entra precisamente ahora, con lo que me fuerza a disimular tan cochino comportamiento mediante un lavado de manos más ostentoso de lo necesario y unas excusas que nadie requiere.
La chica trae un envoltorio, supongo que un condón, y algo más aparatoso que resulta ser una sábana… ¡de papel! Diligente, cubre el colchón con ella; luego me conmina a acomodarme en el bidé, lo que hago dándomelas de curtido en semejantes suertes y aparentando una naturalidad que está lejos, muy lejos, de ser sincera. Supongo que así debe de funcionar la prostitución en estos tiempos civilizados y neutros. Tanta profilaxis resulta un tanto cargante, pues el preservativo, la cortinilla clínica, la muda desechable y, luego, las abluciones, semejan los prolegómenos de una operación, así que no es de extrañar que no es
té reaccionando como debiera. En esto llega el camarero con los jodidos gin tonics; Yois se levanta a recogerlos y el tipo se despide con guasa, pues no se olvide que yo continúo en el bidé.
Harto de tanta ceremonia absurda, comienzo a quitarle con los dientes la ropa a Yois, demorándome en aquellos lugares en los que, de no mediar confianza, uno se expone a todo tipo de incertidumbres. Intento convocar una excitación que no acaba de personarse, pues, entre otras cosas, me tiene obsesionado sobrepasar el tiempo estipulado. Por mi mente pasa un collage desenfrenado de imágenes lascivas, desde la fantasía más extrema de inmundas películas porno hasta famosas que se me ofrecen en tropel.
Ni por esas.
Yois prosigue por su cuenta, dedicándose con una brega encomiable al trabajo para el que la pagan:
—Oye, déjalo; no hace falta que sigas.
Me excuso diciéndole que mi mujer se ha largado de casa, harta de infidelidades, y que estoy pasando por un mal momento; que últimamente abuso de la coca y bebo demasiado; añado una declaración de intenciones y no sé cuántas más majaderías. 

En estas pláticas nos encontramos cuando un par de golpes en la puerta nos indican que la sesión ha terminado, como si fuera el coche cama llegando a Venta de Baños. Me visto cansinamente en silencio. Yois, cumplida su parte, se pone los trapos sin prestarme la más mínima atención, lo que no contribuye a mejorar mi ánimo. Sale sin despedirse, dejándome desasistido como a una gusarapa. La magia de nuestra charla anterior se desvanece como un buen sueño.
El camarero aguarda afuera con la máquina de tarjetas, presta a engullir mis ahorros. Cuando me entrega el resguardo, observo que mis presagios se han quedado cortos, pues la cantidad excede con creces el salario medio de un país en vías de desarrollo:
—Esto es una broma, ¿no?
El tipo pasa a desglosar los gastos, que hacen siete consumiciones, las del cuchitril a un precio exorbitante; les suma la tarifa de estancia, una prórroga y un concepto que resulta ser… ¡el alquiler de la habitación!, más los impuestos indirectos y otros gravámenes, arbitrios y exacciones cuya significación se me escapa, de lo que resulta este monto demencial. Le exijo que me dé cuenta de la prórroga que ha aplicado por las buenas, y expone que, entre la hora de acceso y la de salida ha mediado más del tiempo de la tarifa básica, de manera que se ha visto obligado a duplicarla, pues no cabe una minoración proporcional por impedirlo las normas de la casa. De la casa de putas, contesto, y me dice que haga el favor de tener más respeto, pero yo ando ya muy caliente y replico que he salido poco después de que hubieran llamado, pero arguye que me he demorado en exceso, y eso que consideró prudente avisarnos con suficiente antelación; añade que, ya que disponía de prórroga, habría podido disfrutar de la chica hasta el siguiente tramo y que le sorprende que no haya ejercido tal derecho. Si antes creí estar en el ambulatorio, esto parece ahora la delegación de Hacienda, vista la jerga pretendidamente técnica de este imbécil. Le digo entonces que ni prórroga, ni tramos horarios ni hostias, y que anule el cargo de inmediato, a lo que replica que es imposible y que si no estoy conforme lo discuta con el encargado, un tipo robusto y patibulario que comparece ante el cariz que están tomando los acontecimientos, quien me saca a empellones por el local, profiriendo unas amenazas dignas de su traza para que el resto de los clientes se dé cuenta de quién ejerce aquí la máxima autoridad. Acabo con los huesos en la acera, humillado, esquilmado y presa de un abatimiento que no puedo sobrellevar, pues sé que ni la estafa ni el desdoro son las causas reales de mi desdicha.

 
 
 

Foto: SMART-1 Search for lunar peaks of eternal light. 19 de enero de 2005. ESA

 
 

 

 

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