Berlín Friedrichstraβe o la vida en vena. Por Javier Lasheras (24/09/2009).

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1.- A media tarde de un día casi otoñal y desde unos dos mil pies de altura, antes de aterrizar en Tegel, la ciudad se contempla con un aire de geografía apacible, con parques y jardines por doquier. Destaca el río Spree: penetra como una flecha por el sureste, se agita en meandros casi infantiles a su paso por el centro de la ciudad y se pierde en el Havel, afluente a su vez del Elba. Parece una vena, pienso. El color de una vena bajo la piel. Las venas son musculosas y llegan a todas partes. Por dentro circula la sangre.

2.- Uno sabe que la ciudad fue borrada del mapa con saña inmisericorde pero no sabe ni cómo imaginarlo. Algo escribió Sebald sobre el asunto en Sobre la historia natural de la destrucción. Sebald relata, se pregunta, da información, pero tampoco sirve de mucho. A la hora de recordar las palabras sirven de poco, pero para matar son excelentes. En las palabras hay que creer hasta que se deja de creer: el tejado de la torre de la iglesia del Káiser Guillermo se convierte en una muela cariada, la torre hexagonal que se yergue junto a la antigua en un pintalabios y la iglesia nueva, en una polvera. Ya digo, hay que creer lo justo.

3.- La urbe muestra señales de heridas profundas, sutiles cicatrices maquilladas como las de una vieja dama y al mismo tiempo despliega una descarada belleza arquitectónica que indica y remarca su identidad de polis nueva. Ave fénix. Les ha costado un riñón y parte del otro, pero ha merecido la pena, a pesar de la corrupción y de los errores. Berlín es una mujer joven que sabe de ciencias y letras: La Charité y la Universidad de Humboldt, muchos premios Nobel y la Literaturhaus. O mejor: una mujer que escribe su propia historia, que a veces se equivoca e incluso se traiciona. Es probable que termine haciéndose daño. Pero se trata de vivir.

3.- Berlín también conserva un rostro invisible. Y aunque me gustaría verlo —sin morbosidad—, parece que nadie recuerda. Es algo reservado sólo para iniciados, pienso. Sé que Ignacio del Valle se empapó hasta las cachas para escribir Los demonios de Berlín. Caminando por sus calles, atravesando sus puentes, mirando sus plazas o deteniéndose ante el río, el rastro del rostro fantasmagórico se hace más visible todavía. Y la novela también. Ese rostro invisible es como una ausencia que pertenece a todos los europeos. Los europeos también estamos ausentes. ¡Cuánto fantasma sin descanso!

4.- Berlín alberga edificios magníficos. Para que lo sean es necesario sentir la belleza dentro de ellos. No recuerdo ninguna otra ciudad en la que la simbiosis entre diferentes estilos sea tan acertada. En arquitectura el espacio es como la visibilidad a la literatura. El imponente Reichstag —diseño neorrenacentista de Paul Wallot, sufragado con dinero francés en pago de daños de guerra— está rematado por la hechizante cúpula de cristal de Foster. En Postdamer Platz, a pesar de la multitud, tuve la sensación de gravitar en un espacio muy ligero. Es el lugar preferido para manifestar los desacuerdos actuales. Flashmob, partido pirata, verdes, naranjas… Suena bien. Suena a necesario. Seguramente no tengan nada que hacer, como casi todo lo que resulta necesario. Soy un optimista con información de primera mano y no me desagrada jugar con ventaja. Perdonen si les defraudo.

5.- Berlín tiene junto al río bares, restaurantes y terrazas donde los berlineses se encuentran al atardecer. Hubo tardes en que me mezclé con ellos. Un día, muy cerca de la Bertolt Brecht Platz y del Berliner Ensemble, tomé un denso y delicioso aguardiente de pera. Después cené un tafelsplitz, carne cocida y marinada, que según dicen sigue la receta de la última mujer de Brecht, Helene Weigel. Por su parte, Brecht siempre tuvo problemas con todo el mundo. Todo el mundo político, quiero decir. En Europa y en EE.UU. Algunos escritores, y en primer plano poetas y dramaturgos, son así. ¡Qué gente!

6.- Berlín tiene una calle donde viví y donde lloré como no lo he hecho en casi ninguna otra ciudad. La edad hace estragos y acaba por colocarte las hormonas en la garganta: bienvenidos sean los años. Friedrichstraβe. Una vez conocida, mi identidad no cambia, pero se expande como el aceite. Pero, ¿cuál es la identidad alemana? Rüdiger Safranski apunta al romanticismo. Añade que los ideólogos del NSDAP pronto se dieron cuenta de que el romanticismo tradicional era muy blando y por ello quisieron alcanzar un romanticismo de acero basado en el biologismo, el darwinismo social y el racismo. Hoy en Berlín se pueden palpar los movimientos antisistema que tal vez sean, en parte, herederos del romanticismo. Espero que la rueda se pare.

7.- Cada mañana, en Friedrichstraβe, desayunaba junto a la ventana, mirando a la gente vivir y pasar por el puente de Weidendamm. Más tarde tomaba el tren en dirección al lugar elegido. Después de comer, o algo más tarde, regresaba a Bahnhof Friedrichstraβe para descansar en el hotel. En esta estación hay muchas lágrimas que ya no se ven, ojos rojos en el alma, rímel corrido por los andenes, desgarros del tamaño de un chirrido de tren, úlceras de vagón, tristezas de hierro e ingenuas esperanzas. Vidas perdidas para siempre. Mierda de mundo. Y para colmo, el tren a veces llegaba con retraso.

8.- En esta ocasión no fui a ver ninguna tumba. No visité ninguna casa de pensador, científico, político ni artista. No presenté mis respetos a nadie. A cambio, no me perdí el altar de Pérgamo ni la puerta del mercado de Mileto o la puerta de Ishtar de Babilonia. Tampoco dejé de visitar la antigua sede central de la Gestapo y de las SS, la Bebelplatz en donde un 10 de mayo de 1933 los nazis quemaron más de 25.000 libros, el cuartel general de la comandancia alemana ni tantos otros lugares que emocionan y enervan. Hubo noches en que me dejé llevar por la vida en la Oranienburger Strasse, con sus animados cafés, restaurantes, pubs, galerías de okupas y prostitutas del este a menos de 50 metros de la Nueva Sinagoga. Tampoco me perdí a Funk Delicious en la sala Quasimodo. En Berlín parece que casi todo convive. No es conveniente aceptar el engaño. Igual que en cualquier otro lugar.

9.- En la pantalla aparece una máquina de escribir: recibe el frío, la lluvia y la nieve. Un antiguo proyector de cine se encarga de que la imagen se repita hasta la saciedad. Frío, lluvia, nieve… una máquina de escribir inútil. El proyector instalado en el centro. Uno se pregunta qué hace ahí, mirando en la oscuridad un par de máquinas inservibles, en la antigua estación de Hamburger Bahnhof, hoy reconvertida en un museo de arte moderno que alberga piezas de la prestigiosa colección Flick. Podría derivar sobre la imagen, pero el asunto se repite hasta el vómito, incluso en la novela actual. Voy a otra sala. Oigo los gritos de un hombre. No me alarmo. No es extraño. No estoy en una cárcel y se supone que no soy un preso. Supongo que se trata de una instalación. Los gritos continúan. Se suceden, se instalan en mi mente, me desesperan. En efecto, dentro de una gran sala, sobre la pantalla, un descerebrado no para de gritar. Me alejo. Sigue gritando. El torturado soy yo. Pensemos…

10.- El viajero no suele descubrir nada nuevo. Es el lugar quien descubre al viajero, quien le arranca un trozo de su existencia. Somos de muchos lugares, pero no de todos. Somos las vueltas que da la vida, como el río Spree a su paso por Berlín, como una vena que llega y da la vida. Una vena es musculosa y lleva sangre y es hermosa y se adentra y se ramifica y es azul y fría como el cielo de Berlín, verde y líquida como las tardes junto al río Spree, roja como el fuego de su historia o el fin de un capítulo que invita a escribir y leer el siguiente. La vida en vena.

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