Entrevista a Ernesto Colsa, por Javier Lasheras. 18/10/2013

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En medio de este universo siempre difícil y complejo como es el de la familia literaria, Ernesto Colsa (Oviedo, 1968) aparece como un tipo singular que no se vanagloria ni con lo leído ni con lo escrito pero que, a cambio, disfruta con la experiencia que le proporciona la inteligencia de la creación, venga de donde venga. Un tipo que concibe las etiquetas para derribarlas, duro con la ñoñería y tierno con quien, como él, tiene pavor a la muerte. En sus labios las parcas aparecen por doquier y eso sólo puede ser fruto de un inmenso amor a la vida. No por entero a todo lo que sucede en esta vida, claro está, y tal vez por eso, porque hay asuntos que le ofenden y le perturban, se dedica, entre otras cosas, a escribir. Su ópera prima es este telegrama de 459 páginas que ha dado en titular Cieno, publicada en la editorial asturiana KRK ediciones. Una obra bien estructurada y dosificada que va tomando cuerpo con cada peripecia, alcanza su clímax poco después de la mitad del libro y lleva al lector en volandas hasta la insospechada y bien resuelta cima del desenlace. Formas clásicas, lenguaje preciso, en ocasiones exagerado y a veces barroco, con referencias científicas, musicales, artísticas y literarias y un catálogo de personajes y un espacio, Antojanuela —ya inolvidable—, que conduce irreverente pero con buena mano, a tiempos y lugares donde el lector pueda encontrarse.
Y a usted por qué le dio por escribir esta historia. ¿Cuál cree usted que es su origen más cierto?
El origen próximo, si quince años puede considerarse como tal, fue el intento de novelar una especie de tesis doctoral sobre el Equipo de Acción Sonora, célula de agitación y terrorismo musical en la cual milité durante la segunda mitad de los locos noventa, cuando todo Cristo tenía un fanzine, un programa de radio, un conjunto musical o un taller de cestería.
El origen remoto no ha sido otro que dar rienda suelta a la vanidad inherente a todo primate, lo cual consiste en destacar entre quienes lo rodean a uno a base de guantazos o esparciendo la simiente —sin duda la manera más efectiva—, o bien mediante el ejercicio de las artes por parte de quienes no tenemos talento para lo anterior.
Fascinante. En su opinión, diría que Cieno tiene más de autorretrato exagerado o de estado desaforado del subconsciente. Y, por favor, podría dejar esas maracas sobre la mesa. Me aturde.
Con lo de «estado alterado del subconsciente» supongo que se referirá a las digresiones introductorias a cada capítulo, donde me sirvo de un interlocutor ficticio para vomitar el veneno que llevo dentro, que ignoraba fuera tanto, y que efectivamente las concebí al modo surrealista, una especie de brainstorming demente y rencoroso, aunque con cierta trampa porque tienen mucho trabajo de posproducción; por ello no podemos hablar de escritura automática pura, digamos que se trata de escritura semiautomática o secuencial. En este sentido, Cieno contiene los dos elementos que menciona en su pregunta. Por cierto, en esas digresiones se desvela el final de la trama, lo digo por los listos que se los saltan porque les parecen demasiado farragosas, sin puntos y aparte y todo eso, que con alguno me he encontrado.
» El protagonista de Cieno 
siente un gran placer
ejerciendo la venganza
Sí, yo me he encontrado con tres durante la última semana. Dicen que ahora en el otoño suelen aparecer con más virulencia, tras las curvas del verano. Por cierto, ¿qué tiene más curvas, el amor o el sexo?
Tres lectores de Cieno, nada menos. Con mi madre y yo mismo ya son cinco, porque presumo que usted habrá hecho una simple lectura oblicua o, como mucho, decúbito supino, que nos conocemos. Pues para que lo sepa, aspiro a que el próximo verano mi novela la lea una de cada cinco personas en la playa, como la del sueco ese de hace un par de años, y entonces seguro que sus preguntas ya no serán tan impertinentes, porque sepa que a mí el sexo no me interesa nada, lo único que me gusta es ir al parque a ver besarse a las parejas.
Percibo por sus entrelíneas que echa de menos a lectores complejos y sin complejos, de esos que se meten entre pecho y espalda los textos de quienes escriben para la literatura en mayúsculas, esperando vender por doquier y pasar a la Historia y noto, además, un cierto tufillo de hipersensiblería, amén de seguir los pasos de Peeping Tom. Por cierto, ¿cómo le va a usted la vida de lector? ¿Es cóncavo o convexo? Si deja el tembleque de la pierna, le pido a la camarera que le sirva otra cerveza.
La verdad es que estoy un poco nervioso; no debería haberle vendido la metadona a aquella anciana. [Risas] En fin, mi experiencia como lector es un tanto falta de criterio; ante una crítica favorable por parte de quien no me merece crédito descarto el libro; lo malo es cuando ocurre al revés, porque me he tragado algunos mamotretos antológicos al haberme fiado de la opinión de algún santón. En general, no suelo abandonar cuanto comienzo así me produzca la mayor de las migrañas, aunque alguna vez he claudicado; en otras ocasiones no tengo muy claro si he perdido el tiempo miserablemente. Por ejemplo, ¿le gustan a usted Pynchon, Sebald, Ferrer Lerín? ¿O, por el contrario, le irritan sobremanera?
¡Vaya! Me lo temía. Está usted frisando el estupendismo. Le confieso que no he leído a Ferrer Lerín y, además, no sé quién es. Por favor, ilústreme. En todo caso, le diré que ahora mismo estoy leyendo, por si acaso, El inventario general de insultos de Pancracio Celdrán y La razón como lenguaje de Lafont; en este último exactamente voy por la página 31, donde dice «El lenguaje constitutivo del "mundo" versus el lenguaje como "instrumento"». Supongo que no le apetecerá seguir por ninguno de estos dos caminos así que, centrándonos en Cieno, ¿por qué asuntos cree que deberíamos pronunciarnos y no continuar permaneciendo mudos? Y aquí tiene su cerveza.
 
» Tenía
claro que el final
de Cieno no iba a ser
la alegría de la huerta
Podría decir que Cieno preludia la presente crisis, mostrando cómo se despilfarraban los recursos públicos en épocas de opulencia presupuestaria, o que describe el modo de vender la existencia por un salario engañosamente digno, o que plantea la tesis de que el éxito acaba con quien no sabe sobrellevarlo, pero también puede hacerlo la mediocridad más atroz. Sería fácil decir algo como esto, pero se trataría de un engaño porque no he pretendido nada en absoluto. No hay en Cieno moraleja, ni crítica, ni ansia de respuestas. Cieno no le busca sentido a la vida, porque la vida carece de sentido y de finalidad. ¿O acaso tengo yo cara de místico? ¿Por quién me toma usted? ¿Por el Paulo Coelho del hemisferio norte?
 
Bueno, hombre, no se ponga así. Sólo intentaba intimar. Si quiere le pido otra cervecita. En fin, cambiemos el tercio. ¿Qué le pone más Niels Bohr o Mónica Belluci?
Una conversación sobre Mónica Belluci va perfecta en una reunión de cuarentones rijosos pretendidamente sofisticados, como nosotros. Niels Bohr es más para vacilar en el chigre con los amigotes, todo pedo, comiendo gambas con los dedazos y diciendo tonterías sobre el gato de Schrodinger. Hay que saber comportarse en todas las situaciones, señor mío.
Hablando con usted me entran unas ganas pantagruélicas de comer. Como experto en bazofias gastronómicas, según deduzco por Cieno, ¿qué prefiere que pidamos: hamburguesa de gasolinera, una tapita de gambas ultracongeladas o lo que reste del día anterior?
Aunque me he visto obligado a desmentir que, por fortuna, Cieno no es autobiográfica por mucho que me haya inspirado en ciertas realidades que experimenté muy de soslayo, donde sí me identifico por completo con el protagonista es en su falta de interés por la gastronomía. Al contrario de lo que suele ser habitual, conforme me voy haciendo viejo valoro cada vez menos el supuesto placer de la comida; sólo la concibo como un trámite, un medio para subsistir más que un fin en sí misma, de modo que, si el hambre aprieta, me suscita el mismo placer el manjar más delicado que un «perolo de tojunto», esa aleatoria y circunstancial receta que se describe en la novela consistente en una mezcolanza recalentada de restos provenientes de latas abiertas en diferentes fechas, al cual consigo dotar de un sabor uniforme a base de saturarlo de especias no obstante la diversidad de ingredientes utilizados en cada ocasión. 

Como quiera. Ya veo que no le gusta el sexo ni la gastronomía. Le advierto que se me van agotando los temas importantes, así que vayamos a los trapos menores. Creo que su personaje puede entenderse como la metáfora de un país y una época que ha llegado a la frontera del infierno. ¿Está usted de acuerdo?

Eh, eh, que yo no soy un asceta, un straight edge ni nada parecido. Solo le doy a las cosas el valor que tienen, pero el valor se trata de algo muy subjetivo, y unas me interesan más que otras. Por ejemplo, el protagonista de Cieno no es un gastrónomo, parece evidente, pero siente un gran placer ejerciendo la venganza, «el único lujo del proletariado», según sus palabras. En cuanto a si al personaje puede considerársele una metáfora del cataclismo nacional, ya le gustaría a él llegar tan lejos. Le repito que la novela no pontifica ni pretende construir tesis alguna más allá de mostrar la absoluta carencia de valores éticos de ese pobre hijo de la gran puta. Y deje de mandar mensajes con el móvil, que le estoy viendo.

Siento incomodarle, pero estoy enganchado a una conversación en alejandrinos con la condesa de Molledo. ¡Adora a los poetas! Pero, perdone, hablábamos de su novela. También creo que Cieno se adentra en el inconsciente familiar, en esa estructura básica de la que nadie está libre y por la que a veces sufrimos más de la cuenta. En el caso del protagonista, parece que no queriendo asumir su destino, impone su carácter y acaba recibiendo un destino digamos que inesperado. ¿Sabía usted ya el final cuando comenzó a escribir esta obra?
Tenía claro que el final no iba a ser la alegría de la huerta, pero una de las razones de mi parón creativo durante más de un lustro —aparte de no acordarme de nada desde mediados de los noventa hasta el dos mil— tuvo su origen en un intento de asesinato que sufrió el protagonista en una de las entregas de La Última Canana de Pancho Villa, la editorial donde fui sacando por capítulos el boceto de la novela. Cuando resolví el móvil del suceso, lo demás vino rodado: completar los intersticios de la trama, acentuar el perfil abyecto del protagonista y abundar en unos desajustes familiares más propios de otras latitudes que de nuestro opulento norte.
¿Espera algún premio, el Tigre Juan por ejemplo, alguna recompensa o éxito por mínimo que sea o es usted de los que piensan que el éxito comercial es una línea directa al fracaso de quien se considere un escritor? Por cierto, la condesa me invita a cenar mañana junto con otros amigos, uno de ellos de nombre Zacarías, ¿le apetecería acompañarnos? Le puedo asegurar que el servicio en casa de la condesa es exquisito y su conversación muy divertida.
El Tigre Juan lo tengo algo complicado, más que nada porque creo que se falló el otro día. Había pensado en montar un tinglado parecido a uno que puso en marcha un primo mío, accionista de varias sociedades, quien donó la pasta para una fundación que se dedicaba a otorgar premios muy rimbombantes a empresas de su grupo, ya sabe, esas etiquetas de ciertos productos, sobre todo de alimentación, donde figura un membrete que pone «Medalla de Oro 2000, 2001, 2002 y 2003», conferido por una entidad abstrusa, y uno piensa: «Joder, esto tiene que ser bueno de verdad, nada menos que cuatro medallas de oro consecutivas». Es un modo más alambicado de autopromoción, pero me falta capital; si se anima, podemos ir a medias con las ventas. O mejor aún, seguro que esa a condesa amiga suya, que estará forrada, le encantaría colaborar en el proyecto. Podríamos llamarlo «Premios Cuerpo Celeste», y Cieno sería la primera obra premiada. Tengo entendido, además, que acaba usted de terminar una novela y necesitaríamos un accésit. ¿Qué le parece la idea?
Se lo agradezco, pero me viene fatal. Yo soy más de my way. Seguro que ese premio conlleva discurso y cena y lamento comunicarle que estoy a dieta por prescripción facultativa. Además, luego habrá que opinar sobre Cataluña, Merkel y la última monería china. Y de la condesa debo advertirle que en lo relativo a empresas prefiere el ciempiés al saltamontes. Pero, perdóneme, esto es una entrevista y estoy destrozando el género. Hay lectore
s que confiesan haber leído su libro casi del tirón ¿estará contento y agradecido, supongo?
Con la novela me ha pasado algo muy curioso, supongo que positivo. Resulta que existen en ella pasajes muy heterogéneos, desde una fabulación sobre ucronías burocráticas a clasificaciones de salivazos y desgastes de suelas pasando por «diálogos interiores» en bloques de texto monolíticos o versos laudatorios sobre la droga, además del hilo narrativo stricto sensu, por supuesto. Pues bien, yo albergaba dudas acerca de la aceptación de ciertos pasajes en exceso arriesgados, pero varias personas me los han descrito como sus favoritos, y su referencia casi nunca ha coincidido.
¿Y en qué harinas literarias anda metido ahora?
 
Le estoy pegando a England’s dreaming, de Jon Savage. Un poco de punk nunca viene mal, aunque la literatura rock suele ser abominable, salvo escasas excepciones. Una de mis citas favoritas –sale en Cieno, por cierto- es una de Frank Zappa sobre el periodismo musical: «Escribir de música es como bailar de arquitectura».
Usted es abogado de formación y empleado público. A la vista de su experiencia tiene alguna definición particular de la palabra «Administración»? Y, dígame, ¿de no haberse dedicado al sector público en qué le hubiese gustado usar su tiempo laboral?
La administración es el arte de generar papeles y trasladarlos de un lugar a otro hasta su expurgo definitivo o microfilmado en función de su aparente relevancia. En cuanto a la segunda cuestión, parece dar a entender usted que yo me dedico a la función pública porque me gusta y, si bien yo no llego a los niveles de molicie del protagonista de Cieno, nada me resulta más aborrecible que madrugar. Ahora pregúntele a un parado, a un opositor o a un jornalero su opinión sobre estas disertaciones de mesa camilla acerca de lo chungo del trabajo, y nos partirá la jeta con razón.
Desde el punto de vista literario, ¿cree que el exceso es una virtud o un defecto?
 
Una virtud, por supuesto; pero no solo en la literatura, también en la vida misma. Aunque este tipo de respuestas maximalistas suelen encerrar peligro; seguro que algún listo te sale con lo de «pues la democracia será mejor que la dictadura, pero Hitler alcanzó el poder mediante unas elecciones». Pues eso, que el exceso me parece bien siempre y cuando quien lo ejerza no tenga la capacidad de apretar el botón. No sé si me explico… Me encuentro tan aturdido…
Ya veo. Echa de menos sus maracas. Está bien. Yo pillo una y usted otra. Vamos allá.
 
Volaaando voy…
 
Volaaando vengo… vengo
 
Por el camiiinooo…
 
…yo me entretengooo.
 

 

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