Manuel García Rubio sabe perfectamente que, en buena parte, su tradición se ancla en su propia historia. Por eso habla, y lo celebra, con finura y pasión tanto de sus antepasados como de su infancia y juventud. Una pasión muy educada que transmite a través de palabras que fluyen sin dudas —las dudas son otras y para eso hay que leer Sal— y que cuando las pronuncia parece que las estuviera acariciando o alentando para algún viaje infinito y evocador.
Sus mínimas gafas de montura azul —tal vez la única coquetería que se permite junto con su reloj posmoderno—hacen juego con el color de su camisa; y el castaño claro de su cabello con su chaqueta marrón y el siena oscuro de sus ojos. Son detalles que tal vez sólo expresen contornos cotidianos y, por tanto, pasto del olvido. Sin embargo, cuando Manuel García Rubio habla su voz es como un arrullo que invita a la intimidad de una larga conversación. Le siguen sus manos que acompasan su ritmo, contenido y sin aspavientos, como si quisieran, en su particular baile con el aire, compensar el sinuoso rastro dibujado en ese mapa que es su rostro, remarcado por algunas cicatrices imposibles de descifrar. Pero no nos pongamos trascendentes ni melancólicos porque la tarde primaveral nos invita, por fortuna, a cualquier otra cosa. Y además, porque García Rubio es un tipo con un elevado y hondo sentido del humor que siempre escolta con una sonrisa, a pesar de su pesimismo bien informado o quizás precisamente por ello.Durante toda la conversación la risa y algunas carcajadas han sido las inmejorables compañeras junto a un par de cervezas con carácter, que han terminado por encender la mecha para hablar, también con pasión, de otros líquidos literarios. Sin duda, el autor de Sal ha logrado que, al menos por esta tarde, los pequeños detalles de la vida se hayan ido a dormir junto con los más grandes de su literatura.
Uno de los temas centrales de su obra descansa en la búsqueda de la felicidad que, cada uno a su particular modo, emprenden los personajes de sus novelas. ¿Manolo García Rubio, como novelista, es razonablemente feliz o sigue en pos de la felicidad? ¿De tratarse de esto último en qué estadio del viaje cree hallarse?
¿Usted ha llegado a plantear una hipótesis sobre la felicidad como aspiración demasiado peligrosa para el sistema? Sí, claro, siempre que entendamos la felicidad como la consecuencia de entendernos a nosotros mismos. Yo creo en la biodiversidad. Una de las grandezas de nuestra especie es que todos los individuos somos distintos. ¿Qué ocurre en una sociedad de seres distintos que reivindican su individualidad y saben que deben buscar acomodo entre ellos desde la diferencia? Esa insolencia les hace dejar de ser un rebaño para convertirlos en la suma de muchas individualidades. Eso al Poder no le interesa, prefiere rebaños a los que dirigir fácilmente.
Ser feliz supone conocerse a uno mismo, lo cual, en el fondo, también es algo imposible del todo. Ello implica un proceso de reconocimiento, conocerte en el medio en que vives, en sociedad, un tema igualmente presente en mi última novela Sal. Yo no entiendo la identidad sin su aspecto colectivo. Lo de “Conócete a ti mismo” ya estaba en uno de los muros del templo del Oráculo de Delfos. En mi caso concreto ese proceso descansa en la escritura, que, para mí, debe buscar prioritariamente la felicidad del otro (el lector). Aspiro a que mis novelas sean entretenidas. Pero, al mismo tiempo, aprovecho ese trabajo tan intenso como instrumento de conocimiento. Siempre me documento mucho histórica, psicológica, antropológica, biológica, filosóficamente… El tema de la identidad está en ni novela y en el origen de la propia novela como género. El Lazarillo de Tormes depara la primera vez que un ser corriente y moliente pretende ser él mismo. Hasta ese momento le estaba vedado a la gente miserable ser protagonista de una gran historia. De repente aparece un ser insolente, hablando en primera persona, que de entrada reconoce que por buscarse la vida admite el adulterio de su mujer y se pone a contar su historia.
Aparecen en la novela las necesidades primarias de la vida que antes no tenían dioses ni héroes…
Claro, aparece el ser humano de a pie. Y, no por casualidad, en un género nuevo. La novela es el género del hombre común. Las grandes novelas cuentan historias de seres corrientes y molientes buscando ser leídas por ese mismo tipo de personas, el común de los mortales. El origen de la novela fue, a mi modo de ver, dar voz al hombre común, al individuo de a pie.
En su última novela, Sal, el personaje de La Simondebovuá, directora del taller de escritura creativa que frecuenta Urbano Expósito, pronuncia ante sus alumnos un monólogo que sintetiza la historia de la novela y acaba así: “… lo último que le puede pasar al protagonista de una novela moderna es que no inspire y espire, que no exista, que se disuelva en el fárrago de unas tramas increíbles, como si fuera un humilde azucarillo”. [capítulo 21, pág. 189.]
No todas, pero hay muchas cosas de mis personajes que comparto, y que se las hago decir si son coherentes con el perfil del personaje. En este sentido, La Simondebovuá es, en buena medida, una especie de Superego mío. Me venía muy bien para soltar declaraciones de principios como la citada.Por otra parte, entre otras cosas, en Sal quería hacer una poética de la novela. Creo que se podría incluso leer como libro de texto acerca de cómo se escribe una novela. Todos los pasos están ahí: personajes, tramas, ritmos… Quería hacer un libro de pedagogía narrativa también. Ahí tienen un papel especial las figuras de La Simondebovuá y Urbano, conocedor de los entresijos del guión de cine, que establecen un diálogo entre el lenguaje novelesco y el cinematográfico, de códigos tan distintos. En el guión de cine prima el tiempo, en la novela no tanto, pues no es ésa su materia fundamental.He disfrutado mucho con ese diálogo entre novela y cine porque nos permite reflexionar sobre muchas cosas de nuestro mundo, a menudo paradójicas. Por ejemplo, un chaval de hoy cree que si da un golpe en el mentón a otro, lo tiene desmayado un cuarto de hora. Y eso lo cree porque lo ha visto cien millones de veces en las películas. No tiene ni idea del golpe que hay que dar a alguien para dejarlo inconsciente durante quince minutos.
[Risas.] Exactamente. Últimamente se ha puesto de moda lo de pegar el cabezazo. Eso ya prefiero ni pensarlo.Ese tipo de cosas tienen importancia práctica. Hemos visto ahora cómo de repente unos chavales matan a una cría, creyéndose no sólo capaces de cometer un asesinato, sino también de deshacerse del cuerpo y de armar una bolera para que no se les descubra. ¿Habría sido posible un contubernio de ese tipo en la generación de nuestros abuelos? Estoy seguro de que no.
De alguna manera, la frecuencia de ciertas ficciones, no sólo cinematográficas, nos ha llevado a perder pie con la realidad, a confundir ésta con la ficción. Tal vez para esas generaciones anteriores de las que usted habla la realidad fuese algo más directo e inmediato.
Es un asunto bastante estudiado. Hay casos de patología social que relativos a esa confusión. Las grandes falacias se transmiten básicamente a través de las imágenes (el cine, la TV), pero también se dan en la prensa, por internet… De cualquier manera, no es algo del todo nuevo. Ahí está el Don Quijote de la Mancha, por ejemplo. Es algo que viene de largo.
Nuestro teatro del Siglo de Oro se ocupó igualmente de ello. El entremés anónimo de Los romances, según Menéndez Pidal el posible germen del Quijote, presenta al primer loco de nuestra literatura por intoxicación ficcional, que lo es, precisamente, por leer, no novelas de caballerías, sino romances.
Lo que ocurre es que ahora el problema se ha sistematizado. El Poder utiliza apariencias de verdad para montarnos una gigantesca mentira. Recordemos las armas de destrucción masiva en Irak. O el tema este de la crisis, que ahora resulta que todo se vino abajo de golpe por culpa de la subprime, porque cuatro en Estados Unidos no pagaron la hipoteca. Pero de qué narices estamos hablando. Y sin embargo ha colado.Hoy estamos más indefensos ante los mensajes de los medios de comunicación porque son inmediatos, y totalitarios, en el sentido de que no admiten réplica.
Le hemos leído afirmar que el mundo moderno se ha transformado en el relato del Poder: las cosas no son lo que son, sino lo que nos dicen que son, y nosotros no podremos revelarlas sino, a lo sumo, rebelarnos. ¿A su modo de ver, tiene aún algo que decir la novela, desde sus mentiras verdaderas, en esa rebelión por el conocimiento de la verdad?
Sí, sí. En Sal todos los personajes terminan disueltos en el ambiente en que ellos habían ido a buscar la felicidad. Y ello porque se han dejado llevar, no se han volcado sobre sí mismos y lo que verdaderamente querían y necesitaban.La metaliteratura de Sal tiene también que ver con que nuestro mundo es cada vez más un entorno narrado: en la vida hay muchas cosas importantes a las que tenemos acceso, no por experiencia inmediata, sino porque nos las han contado. Si, por ejemplo, tenemos ahorros e invertimos en telefónica es porque nos lo cuentan, no por nuestra experiencia y conocimiento directos del tema.Por el contrario, el mundo de nuestros antepasados no es lo que les llegaba por narraciones, a excepción de la idea de Dios, claro, contada por el cura. Todo lo demás importante para ellos era contrastable por su propia experiencia inmediata. Para nuestros tatarabuelos era importante saber si iba a llover o no, si el vecino de al lado era mala persona o no, si iban arreglar la calle que pasaba ante su casa… Se dice de la gente rural que suele ser desconfiada, pero no se trata de desconfianza, sino de puro empirismo.A diferencia de ellos, nosotros hemos renunciado a contrastar empíricamente un montón de cosas, que las tomamos por lo que se nos dice que son. Entonces, dado que nuestro mundo importante es cada vez más un mundo narrado, creo que es bueno que se divulguen cuáles son los mecanismos, las trampas, de la narración, pues todas las narraciones los tienen.Yo llegué a la conclusión de que no había armas de destrucción masiva en Irak por mi experiencia de novelista. Las cosas que me llegaban para convencerme de que aquéllas existían me parecerían absolutamente inverosímiles en una novela. Aquellos planos aéreos con almacenes de hormigón y supuestos laboratorios eran insostenibles desde un punto de vista narrativo, y no podían colar en la realidad. Los que estamos acostumbrados a la novela estamos también familiarizados con los mecanismos de la verosimilitud. En el relato clásico se ha utilizado siempre el recurso a las anticipaciones, algo de lo que echó mano generosamente. Como sabemos, en la novela y, sobre todo, en el cine, para que un relato avance se usa la técnica de las anticipaciones para crear una tensión…
El modelo de relato canónico tradicional, clásico, descansa en un estilo anticipatorio y orientador, que teledirige, por tanto, las expectativas del receptor.
Claro, se le va marcando el camino. Pues eso, una narración clásica pura y dura, lo hicieron con el famoso asunto de las armas de destrucción masiva, anunciando, por ejemplo, cada una de las supuestas pruebas que se irían aportando. El público quedaba perfectamente preparado, medi
ante la anticipación, para cada nueva entrega. Y, así, aunque las fotografías aportadas fueran una auténtica porquería, el círculo de la narración quedaba cerrado, pues la anticipación se confirmaba. Eso en una novela se acepta, pero la realidad es y debe ser otra cosa. Nosotros deberíamos tener mecanismos para poder darnos cuenta de que nos han sacado un conejo de la chistera y nos han preparado narrativamente por medio de la dosificación de la información.Os invito a que hagamos lo mismo con el actual problema de la crisis económica, con respecto al que se han utilizado las llamadas tramas instrumentales, pequeños conflictos paralelos al servicio de la trama principal que se van resolviendo hasta que todo el artificio queda montado. Con lo de la crisis primero nos dijeron que no pasaba nada, luego que habría recesión, etc. Nos han ido preparando de igual manera, con milongas como la de la subprime, entre otras.
En el 89 yo no era muy consciente del concepto que tenía de la novela en cuanto a su formato. Siempre he creído, y me sigo ratificando en ello, que una novela debe, en primer lugar, ser narrativa, con tramas y argumentos que funcionen por sí solos. Al mismo tiempo debe contar con varios niveles de lectura, por lo menos dos: en el plano ideológico, con ideas y reflexión; además de una utilización creativa del lenguaje. En alguna que otra novela he acudido mucho a la intertextualidad, sobremanera en mi última etapa, con guiños, citas y hasta textos calcados de otras obras, disfrazados de alguna manera. Por ejemplo, en Green (2000) hay un pasaje contado con las palabras exactas del Lazarillo de Tormes. En resumen, creo que en lo básico mi idea de la novela no ha cambiado. He mejorado la técnica con el oficio.
Desde luego. Deseaba llegar hasta aquí para, una vez alcanzada esta cota, ver el horizonte nuevo y seguir trabajando. Gracias a las siete novelas anteriores he llegado a un punto en que veo nuevas cosas: Sal me puede abrir vías que hasta ahora no había explorado.
¿Supone Sal un marcado punto de inflexión en su trayectoria narrativa? ¿Habrá un antes y un después con ella?
Creo que sí. Lo cierto es que me da un poco de miedo anticiparme y, luego, resulte que vuelva a lo que ya hice antes. Nunca se sabe. Pero sí es verdad que con la escritura de Sal he resuelto algo que me preocupaba. Acostumbro a no contar cosas que no conozco personalmente. A fecha de hoy sería incapaz de, por ejemplo, hacer una película sobre la guerra. ¿Cómo puedo contar el horror de una guerra si no lo he vivido? Ojo, hay gente que lo hace muy bien sin haber pasado por ello directamente. Pero yo en ese sentido tengo un poco de pudor. Con mis novelas he intentado conocer, lo mejor posible, el tiempo colectivo que he vivido. Si las vemos con perspectiva, los tiempos desde el año 56 para acá, y antes en lo que a mí me ha afectado, están todos en mis novelas. El efecto devastador de la melancolía (1997) se desarrolla en la Pretransición española, La garrapata (1998) en la Transición, en El sentido de las cosas están los primeros años del gobierno socialista, España, España (2003) se localiza en los años de Aznar, La edad de las bacterias (2005) es un punto entre la Pretransición y la Transición visto desde la óptica de Hispanoamérica y Europa (ahí hubo un gozne con el que el mundo giró: donde había dictaduras hubo democracias y donde había democracias hubo dictaduras, poniéndose el planeta patas arriba)…Me quedaba por cerrar hasta qué punto lo que me precedía, la vida de mis padres, me influyó. Y eso está en Sal, el tema de la memoria histórica. Esta novela viene a decir que es posible recordar incluso lo que ignoramos de nosotros mismos si está ahí. Una de las cosas que me gusta de Sal es que si el personaje de Urbano ama el cine es gracias a sus abuelos sin él. Mucho de lo que nosotros somos se debe a aquellos que nos precedieron. Una idea que me agrada mucho.Ahora mismo, con lo que he escrito, el tiempo desde 1936 –o un poco antes— hasta el momento actual lo he barrido prácticamente con todas mis novelas. Si presumo de algo es de conocer bastante bien los diferentes tiempos e hitos históricos presentes en mi biografía, o que entiendo me han influido. Y como ese ejercicio ya está hecho, a partir de ahora quizá eso me preocupe menos y me vaya por otros derroteros.
No sé, no sé. Ya veremos. De momento, bien está la sal.