A propósito de Ángel Orensanz
Mi abuelo materno era un contador de historias fabuloso. No sabía leer, no sabía escribir, pero empezaba a narrar y todos nos deteníamos a escuchar sus relatos. Nos deleitaba, sí, con las palabras que extraía de la vida y que luego alimentaban su imaginación desbordante. Aseguraba que nada inventaba, que todo había sucedido de verdad. Recuerdo, especialmente, una de sus historias. La del ovni que vio y padeció en El Valle de las Fuentes, una rueda de fuego, más roja que la sangre, que llegó a quemarle la piel (y eso que huyó presto). Eran tiempos de posguerra (siempre son tiempos de preguerras o posguerras; cómo somos los únicos homínidos supervivientes, aún en este planeta por algún capricho cósmico), tiempos en los que en las aldeas asturianas sólo se veían sombras. Mi abuelo, sin embargo, vio algo más que sombras, al parecer, pues por entonces nada se sabía en mi aldea natal, ni en ninguna otra aldea asturiana, del posterior fenómeno de los platillos volantes. Cierto fue, sin duda, que casi despiden de la mina a mi abuelo materno: empezaba a narrar en el frente de la galería y paraban los tajos. Al final, llegaron los vigilantes a un acuerdo con él y le pusieron un horario para narrar, coincidente con el descanso para comer.
Así que tengo muy claro de dónde me viene esta querencia por los relatos escritos, por las ficciones que, también a mí, me va narrando la vida; de quién heredé la tendencia entera y el talento únicamente en parte (me temo). No obstante, con los años, hay personas que me escuchan, que me leen. Así conocí, mediante una novela que le mandé, a Víctor Pozanco (tan erudito él, poeta, editor, artista no menos en acción que el escultor reseñado en el título de este artículo o lo que en realidad sea), quien hoy me honra con su amistad. No tan inútil, pues, el arte, lo artístico -como algunos materialistas pregonan- si gracias a él –al arte, pretendido o real- puede uno conocer a personas que no deberían morir nunca. Porque Víctor Pozanco transmite, comparte, aconseja desde su experiencia, desde el trato íntimo que ha mantenido incluso con premios Nobel: gracias a él he sabido de la existencia (discúlpeseme la ignorancia, yo no soy él) de Ángel Orensanz, del escultor aragonés que es casi de mi edad (superado ampliamente el medio siglo de existencia por ambos) y que, como yo, nació en una aldea, oscense la suya, asturiana la mía. Yo vivo en Oviedo (no está mal), Ángel en el mundo, en el lugar que le corresponde.
En la actualidad, y gracias al progreso (del progreso que permiten los tiempos entre guerras), recibo información periódica –vía Internet- de las exposiciones continuas de Ángel Orensanz, ya sean en Nueva York, en Tokio, en Moscú, en Huesca. Arte y denuncia a la vez en muchas de sus esculturas, en muchos de sus dibujos, en muchos de sus murales, en muchas de sus nieves y aguas disfrazadas. Y un ingenio que le capacita para volar en ocasiones su propia creación con dinamita y grabar el acontecimiento para proporcionar más vigor a esas creaciones que para brillar mucho deben durar poco.
Hay artistas, excelentes artistas, que callan. Y hay artistas –como Ángel Orensanz- que no guardan silencio, que hablan a través de su obra y no sólo a través de su obra. Ahí la obra, sí, pero también la denuncia de los desmanes de turno, de la idiocia divina y humana, también de manifiesto en las etapas prebélicas o posbélicas.
Desde mi condición de deísta (suelen preguntarme qué es ser eso, deísta; yo respondo que es la pobre creencia de un hombre que ha ido de estrella en estrella buscando al Dios de los católicos, de los musulmanes, de los budistas, sin encontrar a ninguno, que es tener por Dios al Dios de las hormigas), muy a menudo critico a Dios en mayor medida que a los humanos. Sí, tiendo a condenar a ese Dios chapucero e indiferente y a absolver al hombre y a la mujer. Porque nada bueno sé de Dios. Porque gracias a uno de los inventos masculinos y femeninos (los antiinflamatorios) puedo escribir aún, y porque gracias a otro (la informática) tengo acceso a la obra, ya en la historia, de Ángel Orensanz, quien, a mediados de los ochenta, se estableció en Nueva York y creó la fundación que lleva su nombre en una antigua sinagoga del Lower East Side.
José Ángel Ordiz es escritor. Premio de la Crítica de Asturias de Novela 2010.
Fotografías procedentes de la web www.orensanz.com