Por Víctor González-Quevedo
No resulta fácil la quizá pretenciosa tarea de hablar de esta artista, una poetisa tan genial como huidiza y autodestructiva. Resultaría quizá más accesible tratar acerca de alguien asimismo eminentemente descollante como la estadounidense Anne Sexton (tal vez por tratarse, a priori, de otro tipo de personalidad más expansiva y propensa a la interacción dialógica), a pesar de su también pareja y prematura autoconsunción en el camino extraño de la vida humana. Sin embargo, siento que debo dedicar unas palabras al efecto que la obra en poesía de Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936-1972) produjo en mí nada más apreciar su arte exquisito y frágil, sagrado e intocable.
Lo primero que me viene a la mente es la catalogación de esta artista universal y literariamente inmortal como poeta surrealista. Es consenso más o menos general entre los entendidos el aplicarle dicha etiqueta. Bien, para mí el surrealismo constituye el extremo subterráneo a la realidad de la consciencia racional. El surrealismo es y se nutre del inconsciente, los sueños y en general visiones y pulsiones de cruda potencia. En ese sentido, A. P. podría muy bien corresponderse con esta aproximación, si no fuese porque asimismo maneja –todo lo perfectamente que el arte permite idealísticamente- la imagen y el símbolo con una precisión cuasicirujana. Por lo tanto, cabría decirse que recibe influencias del imaginismo y el simbolismo. Es difícil, muy difícil encontrar un grado matrimonial de orfebrería y sentimiento, de constructo y esencia, tan logrado a lo largo de toda una trayectoria. Cierta y efectivamente, a mí me parece que sus primeros libros, publicados cuando la autora era aún jovencísima, responden a una concepción de escritura automática propia del arte surreal.
Pero yo creo que es a partir de Árbol de Diana cuando Pizarnik se abandona a sus imágenes, símbolos y percepciones más oscuros e irracionales. Se desarrolla plenamente –se consolida estéticamente- su cosmos de irracionalismo, y las obsesiones de la autora –la muerte, la alienación del ser, la soledad, el suicidio, la niñez, el vacío- son panteonizadas, convirtiéndolas en obras de un arte profundamente silencioso a la par que preciso. Deslumbra a la par que aterra su mimesis -auténtica y lejana de toda pose- con las telúricas fuerzas del Tánatos, tan necesaria para su gran arte y para su mito personal, aunque con seguridad no para su vida. Porque su oxímoron pesadillesco personal –una metafísica inasible enfrentada al vacío más abruptamente nihilista- resultó en su prematura muerte física autoinfligida, aunque la ha hecho incorrupta para el gran arte, ese gran arte que tanto necesita siempre nuestro mundo, en todo lugar y bajo cualquier condición.
Su obra completa es inmensamente valiosa, pero para finalizar me quedaría con estas líneas que tan bien la definen: “ella se desnuda en el paraíso – de su memoria / ella desconoce el feroz destino – de sus visiones / ella tiene miedo de no saber nombrar – lo que no existe”.