La vida, repetía mi abuelo, citando a Shakespeare sin saberlo, es el sueño de un loco contado por un borracho. Años después uno aprendería que la vida no es más que un sueño seco, desabrido, arisco, en el que no hay loco que lo sueñe, aunque puede que no falten borrachos que igual lo cuenten. Aparte de eso, por alguna razón que no sabría explicar hay cosas de la vida que permanecen en la memoria y nos conducen por sus cavidades a determinadas personas.
Shakespeare, por ejemplo, me recuerda a mi abuelo porque él tenía siempre aquel trallazo de poesía, de sabiduría intuitiva, en la punta de la lengua y de tanto repetirlo acabó apropiándoselo –al menos en lo que a mí respecta.
Otras veces se encuentra uno escuchando Walk of life, de los Dire Straits, y le viene a la cabeza un amigo de hace años que se la sabía enterita y la cantaba de corrido con una pasión inimitable. Era capaz de apropiársela con tal fuerza que nadie intentaría quitársela, sería un crimen, quizá, ya saben, algo así como matar a un ruiseñor.
No sé, Balzac me recuerda a la profesora de literatura del instituto porque ella solía repetir que él decía algo que uno ha intentado poner en práctica muchas veces a lo largo de los años sin conseguirlo: Para ser elegante es necesario gozar del ocio sin haber pasado por el trabajo; o, quién sabe, quizá lo haya conseguido un poco. Digo, por supuesto, lo de gozar del ocio sin haber pasado por el trabajo, no lo de ser elegante, que me interesa más bien poco, aunque, como se sabe de sobra, hay casi tantas clases de elegancia como personas sobre la corteza gastada del mundo. Sorprende, de todas maneras, que pudiera decir eso aquel gordo con batín que era adicto al trabajo, al café y a hurgar con un bisturí entre las manos en los rincones del alma humana.
Emmanuelle me recuerda mi propia intimidad recogida y temerosa y la soledad de un salón alguna madrugada de hace millones de años, cuando los gestos impacientes del sexo empezaban a sorprender.
El olor del caldo de berzas me recuerda a mi madre y a una mesa muy grande en una cocina de pueblo a la hora de la comida algún invierno intempestivo y puede que también lluvioso.
Los pétalos de las rosas a una novela de Laura Esquivel que habla de todas estas cosas, de los olores, los sabores, la cocina, los recuerdos, el realismo mágico y una historia de amor arrebatada.
La canciones de Ilegales a sucias madrugadas teñidas de alcohol y falta de afecto y besos circunstanciales y te quieros que perdían el efecto –y ese afecto que quizá no faltara todo el tiempo- a la mañana siguiente.
Sorprendente, de Leño, al fracaso y marginalidad en los que uno se ha venido instalando con toda la fuerza de su voluntad o con la dejadez voluptuosa de su hedonismo, cualquiera sabe.
El rumor del agua fresca del río donde me zambullía en la infancia me recuerda el amor y la muchacha que lo trajo y no ha vuelto aún para llevárselo. El amor, el amor, aquel amor. El primer amor, que es como todo el amor del mundo porque le hincha a uno el corazón y la realidad se encoge a su paso. El amor y la quietud sofocante de aquellos mediodías de agosto capaces de enseñar un lenguaje nuevo, un lenguaje que venía de lo más claro de la canícula y se pronunciaba como el canto de los grillos. Un lenguaje hermoso como los reflejos del agua cristalina y apacible como un campo cubierto de amapolas. Un lenguaje que traducían con una limpieza apenas perceptible, con una claridad de otro mundo, los ojos castaños de aquella muchacha morena.
Podría seguir, pasarme la vida, como Amado Nervo, hilando la hebra de oro de mi ensueño en la rueca de mi melancolía, pero no merece la pena porque uno se da cuenta, con la ayuda de Javier Almuzara, de que la nostalgia ayuda a vivir y a la vez anuncia que la vida forma ya parte del pasado. Y sobre todo no merece la pena porque ya existe Helena o el mar del verano, y si Julián Ayesta tuvo que conceder allí que todos los misterios son mucho más complicados de lo que uno se piensa, y, si se piensa bien, uno no sabe nada en absoluto, y sabe Dios cómo serán de verdad las cosas, no podrá ahora uno, por mucho que lo intente, desentrañar los secretos de ese lenguaje que aprendió mirando a los ojos de una muchacha que pasó fugaz, como un beso adolescente, como un trago de agua fresca.