Supongo que las casualidades nos resultan sorprendentes precisamente por esa extraña pretensión que tienen de ser poco habituales, escondidizas y juguetonas ellas, terribles otras veces, con ese afán por romper cierta lógica, digamos, natural.
Por ejemplo, si durante cincuenta años (unos 18.250 días, más o menos) jamás has oído hablar de una película y luego, en el lapso de una semana (unos 7 días), y por fuentes bien distintas, vuelves a encontrarte con la susodicha… es que estamos ante una sorprendente casualidad.
Esto es lo que me sucedió con el nombre de Apu, y más en concreto: “El mundo de Apu”, título de la película del director de cine indio Satyajit Ray.
Alguien me habló de ella y me la recomendó vivamente. Ya sabéis cómo son estos cinéfilos: “¡Joder, tío, si no conoces el Mundo de Apu no conoces nada de cine, hasta al mismo Kurosowa dice que no haber visto el cine de Ray significa existir en un mundo sin poder ver la luz o la Luna”.
Evidentemente corrí a buscar la película. ¿A quién le gusta andar por ahí sin poder ver la luna? Aunque he de reconocer que albergaba más de una duda sobre “la soportabilidad” de la misma. Siempre me dan miedo las recomendaciones de los expertos en “algo”, no por el hecho de no coincidir casi nunca con sus gustos –eso no sería grave-, sino porque tal desacuerdo induce en mí un cierto sentimiento de imbecilidad y de desasosiego que me aboca a los estupefacientes primero y luego al sexo compulsivo.
Con tales reparos, una lluviosa tarde del mes de enero, me dispuse a ver El Mundo de Apu. Si además la copia es defectuosa, lleva subtítulos (sí, ¡horror!, ¡anatema!, yo soy de los estúpidos que prefiere las versiones dobladas) y en realidad no es una película, sino tres largometrajes: El lamento del sendero (Pather Panchali, 1952-55), El invencible (Aparajito, 1956) y El mundo de Apu (Apur sansar, 1958), es fácil comprender el estado de ánimo tan poco propicio que yo tenía para ver la película.
Por fortuna no claudiqué y la película resultó una revelación muy, pero que muy positiva. El film narra la vida de Apu a lo largo de tres periodos distintos: infancia, juventud y madurez, que se corresponden con cada una de las películas. Resulta difícil decir qué es lo que hace de una película –o de lo que sea- una obra de arte. Qué códigos secretos, qué fibras se han de pulsar para superar la barrera de la inmediatez y llegar a nosotros medio siglo después con el mismo grado de frescura y belleza que cuando se creó.
Quizás el mérito esté en que Ray no busca un fácil deslumbramiento, el aplauso rápido, ajustarse a una moda tipo gaseosa efervescente. En toda la obra hay un auténtico empeño de fidelidad hacia sí mismo, de retratar una vida, una sociedad, un tiempo con todos los matices que posibilita la lente de una cámara. Que nadie busque asesinatos en la película, apasionados encuentros amorosos, trepidante acción… Nada de eso hay y, sin embargo, la historia conmueve porque, a pesar de las distancias culturales y del tiempo transcurrido, Apu somos todos.
Es cierto que a veces la cinta puede resultar un tanto melodramática (especialmente en la tercera entrega, para mí la más floja), pero no es menos cierto que la vida es un melodrama de tomo y lomo donde se mezclan muerte, amor, sueños, fracasos… Y Ray ejerce de discreto notario de todo ello desde una esquina de esa vida. Su sensibilidad para mostrar los sentimientos bien vale la pena “biengastar” seis horas de nuestra existencia delante de la pantalla.
La banda musical y, sobre todo, la fotografía en blanco y negro de los barrios industriales de Calcuta con sus estaciones de tren, fábricas, primeros planos… – y que tanto recuerdan a lo mejor del neorrealismo italiano- son una joya.
¿Y dónde está la casualidad de la que hablé al principio de este artículo?
No apurarse.
La misma semana que estaba viendo la película de Ray compré el último libro de Paul Auster: Un hombre en la oscuridad, y, ¡oh casualidad!, en la página 25 me encontré de nuevo con el nombre de –ya mi amigo- Apu.
Quizás convenga recordar aquí otra vez el cálculo realizado al principio (aquello de los 18.250 días frente a los 7). ¡Cómo no iba a sorprenderme! En el libro, un personaje hace un pequeño y atinado comentario de la película de Ray y la importancia que éste da a los objetos inanimados para resaltar los sentimientos de los protagonistas.
¿No me digan que tal coincidencia no es una casualidad como para ponerse tierno frente al determinismo?
Por lo demás, y ya puestos a ello, que no hay uno sin dos, ni Ray sin Auster, no me resisto a la pequeña crítica de Un hombre en la oscuridad, típico producto austeriano, con lo mejor y lo peor del autor de Nueva Jersey.
Pocos escritores son capaces de contar historias con la pasmosa facilidad que lo hace Auster, y que resulten tan verídicas y cercanas a la vez. Magistral esa prosa sencilla que muestra la trascendencia de la vida cotidiana (en esto hay un gran paralelismos con Ray). Nada más difícil que el arte de hacer sencillo lo complejo. En esto Auster es un maestro, no descubro nada. Así como en los juegos de espejos en los que encierra a sus personajes, las conexiones entre los mundos reales y fantásticos…
Pero también en esta novela está lo peor de Auster, igual que ya sucedió en La noche del Oráculo. Como en aquella, Auster levanta un prodigio metaliterario que sorprende por lo arriesgado y que va más allá de los ramplones esquemas literarios al uso, jugando con el lector, dejándolo perplejo con cada nueva pirueta, ansioso éste por saber cómo se resolverá la arriesgada apuesta… Y entonces, de golpe, todo queda suspendido, inacabado… y la novela toma un rumbo distinto, dejando al lector con dos palmos de narices. Y a uno, bastante mosqueado ya con el autor de éxito, le viene a la cabeza expresiones tan feas como “gatillazo literario” o aquella canción gallega que cantábamos en la sidrería Manolo de Oviedo: “A miña casa non quero que veñas, siempre me fodes nunca me preñas, non sé si é que non podes o é que non sabes&n
bsp;o has perdido as habilidades”
De hecho, Auster parece reconocer su propia incapacidad: “¿He de terminar de este modo?”, se pregunta en la página 138, lugar en el que el prodigioso Titanic Austeriano que había construido se va al garete definitivamente. A partir de ese momento, la novela divaga aburrida y alejada de las alturas que había apuntado el gran protagonista de la novela: Owen Brick, el pirandélico personaje que andaba en busca de su autor para cargárselo… Aunque al final, el muerto resultara él por incapacidad o desidia del autor.
En fin, dicho esto, a lo que íbamos al principio, que la vida es una casualidad y a ti, mi amor, te encontré en la calle cuando yo pasaba por allí… de pura casualidad