Ave Fénix Avilés. Por José Havel (22/03/2010).

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He vuelto a ver Avilés 1982. Un documental, dirigido por el finado Mario Menéndez –autor de El vivo retrato (1986), último largometraje en celuloide genuinamente asturiano— y Fran Vaquero, a partir de un guión de Francisco G. Orejas. Sobre la pantalla centelleó un filme que, además de rezumar cariño hacia la en su día denominada "Atenas del Norte", pugnaba por escapar de los documentales al uso. Sin embargo, cariño y encargo consistorial mediantes, quizá la película denunciase, bajo su ochentera estética feísta, el enmohecido estado del que la urbe adolecía entonces. Las esforzadas imágenes no podían ofrecer más que una ciudad podrida de polución, deterioro y abandono; no sé si en una siniestra (in)versión del célebre cuento de Hans Christian Andersen, donde el bello cisne se convierte en patito feo y no al revés. ¡Cuánto daño, en modo de desperfectos materiales y prejuicios estéticos, ha infligido a Avilés su faceta industrial desde mediados del pasado siglo!

Pero ni cisne venido a menos ni patito feo sin remisión: Avilés ha resultado ser un esplendoroso Ave Fénix resurgiendo de sus propias cenizas. Y digo "esplendoroso" porque allí donde hasta no hace mucho reinaban la contaminación, la roña y la dejadez, ahora sólo encontramos formas de esplendor gracias a una ejemplar labor de reivindicativa rehabilitación. Viendo Avilés 1982. Un documental pensé en la enorme suerte que, a fecha de hoy, tenemos todos los que decidimos acercarnos con una cámara a la Villa del Adelantado. Ahora que ésta acompaña, basta con profesar cierto amor hacia ella, tener buen ojo y atesorar algo de imaginación para mostrarla rutilante en pantalla.

A ese respecto, agradecí enormemente algunos comentarios, de espectadores y de la prensa, señalando que en mi Víctor Botas: Con el lenguaje de la melancolía (2004) Avilés aparecía hermoseada como nunca. Por eso mismo sentí un orgullo inmenso, durante la presentación neoyorquina del documental, al comentarles a los espectadores americanos que, entre otras cosas, iban a viajar en imágenes por un histórico lugar de la vieja Europa llamado Avilés, qué curioso, cuna de Pedro Menéndez, fundador de San Agustín (Florida), la más antigua ciudad de su país, los EE. UU.

Fue una emoción pareja a la que se vive en el Louvre, museo de museos, cuando, apenas unos metros más allá de la Mona Lisa de Leonardo da Vinci, uno descubre el nombre de su patria, Avilés, transformado en señorial denominación de origen, al pie del espectacular lienzo barroco Fundación de la Orden de los Trinitarios de Juan Carreño Miranda, otro avilesino de pro, que domina la pared del recinto, flanqueado por un Juan de Valdés y un José de Ribera.

Indescriptibles sensaciones ésas como la de ser, como soy, natural de Avilés sin haber vivido nunca en ella, lo cual posibilita que, desde una devoción filial no exenta de fascinación turística, pueda disfrutar siempre a cada visita, con mirada casi virgen, de diversas épocas históricas mediante el rabioso presente del envidiable patrimonio artístico avilesino. Para muestra, un pequeño botón. Situados en cierto punto estratégico de la Plaza de España, en poco menos de 300º, con un simple giro de cabeza panorámico, podemos divisar, y no sólo: arcadas del siglo XVII, en derredor; atrás, la iglesia medieval de San Nicolás de Bari, cuya pila bautismal es un capitel de alabastro de la época imperial romana; y cuatro palacios barrocos (el Palacio de Ferrera, a la derecha; la Casa de García Pumarino, casi en frente, inaugurando la calle Rivero; y a la izquierda, el Ayuntamiento y el Palacio Camposagrado, éste último al fondo de la calle de la Fruta). Semejante privilegio, tal concentrado lujo para la vista, es únicamente factible en lugares de la solera de Roma, Nápoles, Florencia. Génova, Venecia, Siena… y, sí, Avilés, ciudad milenaria nuestra de la que a veces no recordamos su monumental e incontestable belleza. 

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