Ciudad, perros y otros latidos
Alberto Piquero
Hay escritores de cabecera con los que te sucede lo mismo que si recuerdas el 11/S o el primer amor. Entiéndase: en ninguno de los tres casos es necesario recurrir a la Wikipedia para saber qué meridiano ocupabas en el momento que llegaron a tu vida. Forman parte consustancial de lo que eres.
Yo puedo evocar fácilmente que La ciudad y los perros fue motivo para una conversación en el altillo de una café langreano que ya no existe, Cuca, durante la cual y contra lo políticamente correcto, advertí que hay libros más próximos a la sensibilidad masculina que a la femenina. Vuelvo a solicitar entendimiento: digo libros, no autores, pues aunque con el paso del tiempo he vuelto a encontrar resistencias a esa lectura en otros varios ejemplos de amigas cercanas, sin embargo el aprecio que tienen por la literatura de Mario Vargas Llosa en el conjunto de su obra es incluso superior al mío, que es muy alto.
Tal vez La ciudad y los perros, cuyo embrión podría estar ya en las narraciones de Los jefes, con su mundo de aprendices de macho en el colegio militar Leoncio Prado, nos resultara a los adolescentes españoles de la década de los sesenta del pasado siglo una atmósfera más reconocible que a las chicas que estaban en un tris de ponerse minifaldas.
Por lo demás, aquel ambiente de goznes limeños lo interpretábamos en la clave inevitable de la época, fuera El proceso, de Kafka, lo que nos trajéramos entre manos, o el futurismo orwelliano de 1984. La ciudad y los perros era otro mapa simbólico de la dictadura franquista, lo que no dejaba de guardar parentesco, pero limitaba la dimensión narrativa a uno de sus múltiples espacios.
Ignorábamos que al tiempo que nos introducíamos en la órbita de Vargas Llosa, el novelista ya viajaba a diferentes horizontes en los que edificaba La casa verde, que también en su momento nos supuso una dificultad de lectura más ardua. O levantaba la gigantesca bóveda de Conversación en la catedral.
Nos llevaba de sorpresa en sorpresa, pues a continuación vino el deleite de Pantaleón y las visitadoras o La tía Julia y el escribidor, secuenciando fábulas de estirpe realista o haciendo realismo a partir de la fabulación, que al cabo esa es la médula del ensayo posterior que tituló La verdad de las mentiras.
Se habla mucho de su dominio impecable y plástico de la lengua española, pero cabría añadir que son las estructuras de hierro de sus argumentos las que acaban configurando una novelística sin la más mínima fisura, tanto en los abordajes de gran calado que prosiguieron en La guerra del fin del mundo o en La fiesta del Chivo, como en los de apariencia liviana, digamos Elogio de la madrastra o Travesuras de la niña mala. Siempre está al fondo el pulso firme a la vez que delicado de quien ha hecho de la literatura -al igual que su admirado Flaubert-, un itinerario existencial, confundidas las páginas y los latidos vitales en un solo cuerpo.
Para quien desee averiguar cuánto y de qué modo se vinculan en la trayectoria de Vargas Llosa, el relato incesante y la vida sin tregua, cabe el análisis comparativo de la ya mencionada La verdad de las mentiras y su autobiografía en El pez en el agua.
Está, de otro lado, su orilla política, que a estas alturas de la función, por mucho que se le asignen valores conservadores tras haber participado en el elenco que dio la bienvenida a la revolución cubana en su día, habríamos de considerar a la manera de un avant la lettre. Supo señalar y atreverse a indicar los errores de bulto en los que iba derivando el idealismo primigenio de los revolucionarios de Sierra Maestra. Otra cosa será compartir el liberalismo radical que a veces le peina la ondulación del flequillo, al que Carlos Barral -a quien Vargas Llosa ha agradecido tras la concesión del Premio Nobel su notable impulso- consideraba un efecto del espíritu de boy scout del peruano.
Pero siendo importantes esos aspectos, al igual que su frustrada incursión en los comicios presidenciales de Perú -más anecdótica resulta su divergencia personal con García Márquez, que parece haberse suavizado en el último periodo-, lo que al lector le importa en estas fechas es que el Premio Nobel de Literatura se ha puesto a la altura de las circunstancias. Que, por fin, el galardón sueco y universal ha reparado una demora que hubiera podido convertirse en una injusticia flagrante.
Desde luego, yo lo he celebrado por todo lo alto con una de aquellas chicas que le ponían algún reparo a La ciudad y los perros, pero que han sido devotas de Mario Vargas Llosa a lo largo de un montón de lustros. Sí, hay escritores de cabecera a los que nunca conocerás personalmente y que, sin embargo, terminan siendo tan familiares para ti como cualquier tía Julia.
Alberto Piquero es periodista y escritor. Premio de la Crítica de Asturias de Columnismo Literario.