¡No puede ser!
Me levanto como cada mañana, y doy un bello paseo alrededor de mi casa en el campo, a diez kilómetros de Gijón, para más señas…
Me acomodo en la alfombra verde que aún huele a noche y siento que alguien me mira. Sí, es esa percepción que taladra mi nuca y se adentra en mi interior en forma de miedo.
Me doy la vuelta, así, de esa manera entre… que quiero y no quiero y ¿qué veo?
La familia jabalí al competo. Papá, mamá y sus cuatro retoños.
No. No me moví, simplemente porque mis piernas no me llevaron; sólo nos miramos y nos analizamos. Observé que mis intrusos se sentían en su casa, y una especie de rubor debió de inundar mis mejillas al considerarme yo en casa ajena.
Después de mucho tiempo -así consideré unos segundos- ellos se fueron y me dejaron con el corazón abatido, las rodillas temblando y en mi rostro, el desdén desencajado del pavor.
Llego a casa, cojo el teléfono y hablo con alguien sobre esta amenaza: que mi vecino de al lado, no tiene que roturar la tierra, porque se lo hace esta familia; que ya no puedo madrugar, porque pasean a mi lado… y mucho menos contemplar la luna en pleno campo, como es mi pasión, porque puedo despertarme al día siguiente en la montaña de enfrente, a causa de la mala leche de estos invitados sin invitación.
Me responden, que son los riesgos de vivir en el campo, pero que tienen tanto derecho a la vida como yo. Que si tengo miedo, debo de permanecer en mi casa porque son animales protegidos y no se les puede tocar.
Y aquí estoy, esperándoles a ver si me adoptan. Por que ¿no me dirán que ser jabalí no es una bicoca?
Viajas sin billete, te adentras donde te da la gana, empujas al contrario si estás de mala leche, todo es tuyo acá y acullá sin pagar un solo impuesto, sin que te pongan multas por exceso de velocidad, con techo que te cobije, y viento que te acaricie…
¿Se puede pedir más?