Conejo blanco, por favor, sálvame. Por David Fueyo (24/05/2010).

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Me adentro en la jungla de un aula de 6º de primaria. La clase en realidad es de matemáticas, más concretamente sobre los porcentajes… lo que os espera, pequeños, ya sabréis lo que es el 16% del IVA, el 26% de retenciones y el 0’75% que te darán por tus plazos fijos, eso para quienes los logren conseguir. Voy a desempolvar el espíritu subversivo que tenía tumbado al sol desde lo de la LOE y voy a cambiar un poco la clase. Toca literatura porque yo lo digo. Hablemos de Alicia en el país de las maravillas.

No, no es una película, es un libro. No, nada de Tim Burton, es Lewis Carroll, un escritor, sí, una persona que ha escrito el libro en el que se basa la película. Hace ya 150 años. Sí, mucho tiempo. ¿De verdad no conocéis el libro? Sí, la película de dibujos animados es muy antigua, pero también se ha basado en el libro. En fin.

A los 12 años, un conejo blanco vestido con chaleco y corbata me arrastró a su madriguera. A vosotros os arrastra cada tarde la pantalla amiga, con exabruptos, ordinarieces y reportajes de investigación marca Delphon, sí, como aquellos playeros míticos que ni siquiera existían. Delphon… del phondo de la basura.

No habéis atisbado un bello jardín a lo lejos, ni os habéis imaginado naufragando en un charco de lágrimas, ni habéis escuchado sabios consejos dados por una vieja oruga. Tele y siempre tele. Leer es una obligación. Si supierais lo que es querer que tu madre te cosa en su almohada después de haber leído a Lorca, si supierais como me reí con Fray Perico, con Vania el Forzudo, con el pirata garrapata, con el pequeño Nicolás. Supe lo que era la intriga con Terror en Winnipeg, y de vez en cuando me metía un chute de Alfredo Gómez Cerdá (una institución en la literatura infantil española), leyendo una y otra vez Timo Rompebombillas, mi primer libro dedicado.

Lloré, o algo parecido (los chicos no lloran), con la triste historia de Cipi, y ganas me dan ahora pensando que posiblemente sea a través de la pantalla y no de un libro por quienes conozcáis al gato de Cheshire (espero que no reciclen el dibujo del gato Isidoro para representarlo, por si aquello de la crisis).

Por aquella época las tardes eran de pan y chocolate, Espinete o Yupi, por la noche conocíamos al Lince Ibérico, o al lobo de los montes de Toledo, con Felix Rodríguez de la Fuente, y no a Kiko Matamoros despotricando. Los sábados por la mañana Pablo Carbonell (sí, Pablo Carbonell) me invitaba a leer libros o de lo contrario me convertiría en algo parecido a él. Creedme si os digo que le hice caso. Cuando empecé a ir sólo por la calle, iba a la biblioteca y leía a Asterix y a Lucky Luke. Aquello eran tardes. Recuerdo casi mejor lo imaginado que lo vivido. Lo pasé bien. Eran otros tiempos.

Hoy en día conozco a niños de 7 años que caminan solos por la calle y cuando llegan a su casa su tarde consistirá únicamente en dormir. Mama tiene que trabajar y estarás sólo. Ni se nos ha ocurrido que podrías leer. Para qué, si en la tele ponen Ben Ten. No pienses, sólo ve…

No imagináis cómo quise ser Charlie en aquella fábrica de chocolates Wonka… umm, eso posiblemente sí que lo podáis imaginar. De eso se ha hecho película.

El mundo de los niños es maravilloso, pero cada vez cojea más de imaginación. Tareas estandarizadas, dibujos para colorear y no para crear, y lecturas que no apasionan, sin fondo ni forma, como leer la etiqueta del Cola Cao. Se habla de competencias, de saber hacer, de la metáfora del maestro como pintor del lienzo en blanco que son los niños y niñas, pero no podemos de ninguna manera pretender educar de una forma integral a niños y niñas, chicos y chicas, sin fomentar en ellos y ellas la pasión por la literatura, no ya desde los clásicos, sino desde los buenos libros. No sé quién es Manuel Artigot (autor del texto que utilizo en el aula para las lecturas, y por lo visto, toda una autoridad literaria en España), pero sus textos no son atractivos, apenas tienen un vocabulario motivador y de ninguna manera pueden llegar a hacer que la lectura sea algo divertido. A este señor me lo imagino un poco como a aquel gris funcionario que, decían, había diseñado a Naranjito. Leer este tipo de textos no conlleva ningún placer, sino obligación.

Los críos escuchan ensimismados. No sé si por que realmente les interesa, o porque es una auténtica extravagancia para ellos que por una vez en su vida un profesor se salte el guión. Les cuento como crecía y encogía cada vez que leía un libro, como le pasaba a Alicia en su maravilloso país. ¿Cómo podría fomentaros este placer frente a la dictadura de la imagen? Mis libros no son como vuestros omnitrix, ni albergan pokemons edición oro. Albergan palabras, seguidlas y no os arrepentiréis. No os culparé de haber robado las tartas, sino que querréis haberlas robado vosotros y vosotras, y no la sota de corazones.  No veáis la tele por la tarde, por favor. Leed, haced deporte, vivid y no dejéis que lo mejor de vuestra vida se pierda por el sumidero de las tardes muertas frente al televisor.

Sigamos con el tanto por ciento. Recurro al tópico y realmente espero que  cuando suene el timbre me encuentre en el regazo de mi hermana y me haya despertado en un país de las maravillas donde en cada niño y niña, además, tengamos un lector.

Por cierto, que aún queda esperanza. Hace unos días me sorprendió un sonoro aplauso de mis niños y niñas, cosa que no suele ser habitual. Les acababa de leer un breve pasaje de uno de mis libros de cabecera que, por casualidad, había encontrado el domingo anterior en el rastro de Gijón. Aplaudieron tras leerles unos párrafos de literatura decimonónica. El aplaudido era el señor De Amicis. Les había leído Corazón.

 

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