No creo que exista ser humano sin la necesidad ocasional de desaparecer de la realidad que lo envuelve, de abandonar incluso hasta de la propia piel. Confieso que me sucede, que a veces me pesa tanto la rutina que busco cómo disiparme cuando la verdadera huida me es imposible. Así que indago en porciones de realidad donde recluirme y poder llegar tan lejos como la capacidad de evasión me permita. Son agujeros negros por los que la existencia cambia de dimensión, pequeños atrezzos para la improvisación de una falacia que nos alejará de nuestras vidas, que nos permitirá recrear la fantasía de otro mundo, de otras historias que vivir, aunque sólo sea por unos instantes
Los libros cumplen a menudo esa misión. Transcender en ellos, diluirse en sus historias y trasladarnos a confines tan apartados como la narración nos pueda llevar.
Pero otras veces deseamos encontrar en la realidad esas sugerencias donde perdernos. Entonces me acerco al mar y desde el paseo desierto en los atardeceres, recorro el horizonte con mirada de funámbulo, transitando por encima de la línea estrecha que lo delimita. La visión de ese renglón concreto es tranquilizadora para los niños, es la confirmación de los límites del mundo, allá donde el mar se junta con el cielo. Para el adulto, el horizonte es una esperanza, el consuelo de que, más allá de esa ilusión que sosiega al niño, existe otro mundo al que aspirar, una promesa a la que aferrarse.
A veces también me escondo en el arte. Cada cuadro, cada escena; me convierto en polizonte de esas historias, como el clandestino que se acurruca en la bodega de un barco, observando con discreción, ansiando que un día llegue el momento de formar parte del paisaje prohibido.
En El Vendrell, se encuentra el Museu Deu, compuesto por una notable colección de obras donadas por el notario ya fallecido Antoni Deu Font. A lo largo de su vida Antoni Deu llegó a reunir casi 3.000 obras de arte catalogadas en diferentes estilos pictóricos y escultóricos, además de numerosas piezas de mobiliario y artes decorativas, entre las que destaca una valiosa colección de alfombras orientales.
En la primera planta, entre otras pinturas de diferentes estilos, pueden contemplarse algunos cuadros del pintor catalán Ramón Calsina (1901-1992), propiedad de Antoni Deu.
Desde finales de marzo, el museo acoge también una muestra itinerante de obras de Calsina, cedidas por la fundación que lleva su nombre. Si me animo a reseñarlo es porque entre sus trabajos se encuentran muchas de esas pinturas que a mí, como observador insatisfecho, me permiten esos minutos de escapismo de los que antes hablaba.
El interés por Calsina está en la disparidad de su obra, desde el retrato realista más emotivo, pasando por la caricatura satírica, la ilustración, la pintura de tintes oníricos y surrealistas. Pinturas plagadas de personajes envueltos en un halo de irrealidad sobrenatural, a veces de una sordidez que preludia desenlaces inciertos, y otras de una candidez desconcertante que enfrenta al observador a un juego de perspectivas múltiples.
Ramón Calsina es un pintor inclasificable, es un creador poliédrico a quien le molestaba el encasillamiento, tal vez por eso su obra no gozó de las atenciones que debiera ni de las valoraciones merecidas. Sus dibujos están repletos de ironía y procacidad, son provocadores y a través de ellos critica los aspectos más espurios y mercantilistas del mundo del arte.
Sin embargo el paisaje onírico está mucho más vinculado a sus pinturas en las que incorpora elementos cargados de simbolismo, todos muy próximos a su geografía más inmediata, la del Poblenou barcelonés.
He visitado dos veces la exposición, me he empapado de la magia de esas terrazas, de sus pinturas, de los arreboles tristes, como atardeceres de ensueño, de la serenidad que impone el rostro senil que espera la muerte. Me he recreado en su obra y he vuelto a casa dispuesto a resarcir de nuevo la necesidad de huida, esta vez a través de estas líneas.